En el segundo parto de Boyne
nació una mujer, la primera hembra con dos líneas genéticas, una preciosa niña,
blanca con los ojos color cielo. Nebeoci nació mientras Ceres y la luna estaban
alineados con la tierra en una cálida noche de primavera. Llevaba el carácter
creador de su madre y el indómito de sus abuelos los dioses, jamás doblegó su
voluntad a la de ningún hombre ni bestia. Mucho más astuta, seductora y
perspicaz que el resto de los hijos mortales de la diosa creadora, para ella
todo era natural y sencillo. Con una enorme capacidad de análisis, dejaba
boquiabiertos a sus hermanos cuando discutía con ellos. Desde pequeña se
convirtió en la niña mimada de Adán, que la consentía todo lo que deseaba
hacer. Con el tiempo se convirtió en una hermosa mujer, tan peligrosa como su
misma madre porque nació con el don de la predicción. Nada podía ocurrir fuera
de sus ojos, el futuro se presentaba ante ella con la misma naturalidad que las
gotas de lluvia o la luz del sol.
Ocurrió una mañana en la que
Ceres y la luna volvían a estar en conjunción, olía al fuego sagrado, sonaba el
agua en corrientes dentro de la tierra, la misma que alimenta los árboles que Bohyne
mimaba. Los árboles destinados a custodiar su espíritu inmortal.
-
Padre, de mí nacerá la estirpe más poderosa del
orbe. Tu descendencia será tan numerosa como las estrellas del cielo, pero la
mía someterá a la de mis hermanos. Tengo que irme de aquí, el destino me espera
entre tu pueblo natal, ya han evolucionado lo suficiente, lo que madre te hizo
a ti bajo el árbol de la creación se ha cumplido también en ellos.
Adán la miró con los ojos
vidriosos, porque de toda su descendencia, aquella extraña mujer era su
favorita. Su corazón estaba roto pensando que no volvería a abrazar a su amada
hija, pero el destino debía cumplirse.
-
Quédate hasta mañana conmigo y parte después,
permanece hasta ese momento a mi lado, mi corazón me dice que nunca volveré a
verte. Tu madre llorará cuando vuelva.
Nebeoci preparó una cena a su
padre, la cena de la despedida. Había recolectado para él las más delicadas de
las hierbas, los más sabrosos de los alimentos que aquel jardín les
ofrecía. Arrancó con delicadeza la trava
zapón, la hierba del olvido, la hierba sagrada que solo crecía debajo del árbol
en el que Adán fue gestado como hombre, la que todos tenían prohibido tocar, la
hierba de la creación.
Envolvió con cuidado extremo las
verduras en hojas de parra para cocinarlas como a su padre le gustaban, horneó
para él un pastel de carne, preparó una infusión de hierba sagrada. A la hora
de la cena tendría la temperatura óptima para maximizar sus propiedades. La
ocasión era perfecta, su madre no estaba en Edén, su padre sería para ella en
rigurosa exclusiva, su primera y última noche, tal y como ella sabía que
ocurriría. Al día siguiente habría partido, sus hermanos no la echarían de
menos, eran simples para ella, la más brillante representante de las dos líneas
genéticas no volvería a sentir el desprecio de su envidia. Todo estaba
preparado menos su cuerpo. Caminó con elegancia hacia la laguna secreta, sus
hermanos la vieron desaparecer entre la vegetación, como tantas veces, sin
mostrar ni sorpresa ni curiosidad. La laguna era solo suya, nadie más que ella
conocía de su existencia en los límites del paraíso. Aquel rincón había sido en
su niñez su refugio y su alivio, cada vez que se encontraba pedida iba allí a
aliviar sus penas. El lugar en el que más lágrimas había derramado y en el que
su espíritu consiguió la fortaleza que ella necesitaba. De adolescente tumbada
en la hierba había descubierto su cuerpo, el placer de las caricias esperadas.
Era bella, lo sabía, mucho más que bella, absolutamente seductora. El único
espejo en el que se había mirado era el de aquellas aguas, pero podía leer en
los ojos lascivos de los hombres que visitaban Edén, el deseo contenido de
poseerla. Sabía de su capacidad de intimidarlos, de despertar el morbo de la
posesión de un ser superior, de la inalcanzable favorita del Señor del mundo,
la protegida de Adán, de casi una diosa hecha carne. Ninguno de ellos podía
sujetar la mirada de aquellos ojos casi transparentes, ninguno apartar la vista
de su pelo rojo y sus curvas de hembra, ninguno hablar sin que su lengua se
trabara en su presencia, sin que cualquier cosa que dijeran sonara estúpido
delante de aquel ser tan claramente superior.
Se desnudó despacio, dejando caer
su ropa en la orilla, quedo desnuda en el lugar que dejaría en breve de ser su
mundo. Se destrenzó el fuego de su pelo rizado y suave, con la cadencia del que
necesita sentir el tacto en sus dedos. Abrió sus brazos, sus piernas, sus
manos, estiró sus dedos, exponiendo al aire cada rincón de su piel y echó la
cabeza hacia atrás. Sintió como la brisa se colaba por sus poros, el viento del
lugar más sagrado del planeta jugaba con el bello de su cuerpo y casi besaba el
de su pubis, haciendo sentir su humedad más palpable. Estaba excitada. Por su
cabeza pasaba la imagen del pene de su padre cuando amaba a Bohyne a la luz de las estrellas. Nebeoci los
espiaba escondida viendo besos húmedos, lenguas recorriendo piel, pequeños
mordiscos que arrancaban gemidos de placer en ambos. Sabía cuándo sus padres
iban a amarse, a la hora y en el lugar exacto. Mientras sus hermanos dormían
ella no podía resistirse a ser la espía de los encuentros de sus progenitores.
Conocía cada milímetro del cuerpo de ambos, cómo su madre se sentaba a
horcajadas encima de su hombre mientras este pellizcaba sus senos, la cara de
dulce sufrimiento que tenían cuando estaban a punto de terminar sus encuentros.
Ella quería ser su madre, quería cambiarse por ella cada vez que su padre la
tocaba, la besaba y apretaba el cuerpo con el de su diosa esposa. Apenas se
atrevía a respirar y copiaba las caricias de su padre en su propio cuerpo. La
atracción sexual que sentía por él fue en aumento con los años, ningún hombre
podría satisfacerla si no era su padre. Los miraba con envidia pero sin celos,
y sus dedos se perdían en el rojo intenso de su bello, que se humedecía con su
flujo transparente y viscoso, mientras frotaba sus manos con la desesperación
del deseo no satisfecho. Sabía de memoria lo que su padre busca a de Bohyne, lo
mismo que ella le daría esa noche. Sus sentimientos se mezclaban en el crisol
de su mente privilegiada, aunque sabía lo que iba a ocurrir. Casi sin darse
cuenta se encontró tocándose como hacía tantas veces con la imagen de su padre
penetrándola y moviéndose sobre ella de forma rítmica y suave, sintiendo todo el
amor que sólo él podía dar a su diosa. Aquella vez Nebeoci gritó, como lo hacía
su madre, como ella no podía hacer por miedo a ser descubierta, y sumergió su
cuerpo en la fría laguna, preparándolo para que aquel sueño se transmutara en
palpable, tangible y deseada realidad.
Comió todo lo que su hija le
ofrecía hasta que el mundo real dejó de
existir a su alrededor convirtiéndose en una niebla en su mente. Trava zapón
estaba actuando sobre él. Volvió al despertar de su conciencia, el día en el
que la diosa convertida en mujer se unió con él para siempre. Los ojos
transparentes de Nebeoci se convirtieron en los ojos verdes de su Bohyne, su
pelo rojo en el negro de su diosa. Se acercó a su hija, la rodeo con sus
brazos, Adán era un hombre corpulento y Nebeoci mucho más grácil. Sintió la
misma protección que tantas veces había sentido en los brazos de su padre, pero
aquel abrazo era distinto, más intenso, más íntimo, la piel de Adán buscaba la
simbiosis, apretó su pene contra ella, lo sintió dentro de su ropa, duro,
caliente y húmedo, el miembro de un hombre buscando a una mujer que aplacara su
instinto. La hierba actuaba, y ella sabía lo que estaba haciendo, engañando a
su padre para disfrutar de él, en la última noche antes de desaparecer de su
vida. Adán buscó su boca, posó sus labios en los de su hija. Nebeoci jugó con
su lengua, siendo el calor, la humedad, la marcada diferencia entre la suavidad
de la carne y la dureza de la barba, chupó la comisura de sus labios, la
sensualidad del esmalte de sus dientes. Con cada una de sus manos posadas en
los lados de su cara, lo llenó de besos carnosos, calientes, besos llenos de
amor y deseo, de ternura y de calor. Sus dedos jugaron se colaron en su pelo,
arañaron de forma imperceptible su cuello mientras su lengua jugaba con sus
orejas. Nebeoci reproducía cada gesto de su madre, que tantas veces había visto
hacer. Sentía las manos de Adán recorriendo su cuerpo, cómo la respiración se
iba haciendo más profunda a medida que se incrementaba su deseo y la sangre se
agolpaba en su piel. Podía intuir el por qué su madre había elegido a aquel
magnífico ejemplar de macho entre el resto de la humanidad y se había
transmutado en mortal por amor a él. Lo chupó, lo besó, le acarició con su pelo
suave antes de sentir como su padre entraba en su cuerpo, despacio, con una
dulzura absoluta. Aquello no era un acto sexual, era una absoluta comunión de
cuerpos, de amor escenificado, un acto casi espiritual. Sintió sus besos
mientras se movían en un baile coordinado jamás ensayado. Su piel desesperada
por amarle durante años disfrutó de la oportunidad que la hierba del olvido le
estaba dando con orgasmos intensos y sentidos que hacían que sus lágrimas
resbalaran por sus mejillas. Al final de la noche ella llevaba en su seno a la
hija-nieta del primer hombre.
-
Perdóname mi cielo, la última noche contigo y me
quedé dormido
-
No importa padre, yo velé tus sueños, estabas
agotado
Así fue como Adán nunca supo del
engaño ni de la existencia de una nueva estirpe. Quedó llorando en su Edén,
mientras su hija amada, idolatrada, mimada hasta el dolor, partía en busca de
su destino.
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