sábado, 20 de enero de 2018

Génesis. Prólogo


No entendía el revuelo que se estaba formando. Pero tanto movimiento no podía augurar nada bueno. Cuando la habitual paz de aquella calle se rompía, algo extraordinario iba a pasar. Bueno o malo. Un pequeño escalofrío recorriendo su columna le avisó de que era lo segundo lo que iba a ocurrir. Segundos antes se encontraba cómodo y feliz en la cúspide de su éxito. No había mortal con más poder en toda aquella metrópoli. Respiró molesto esperando con impaciencia a qué se debía todo aquello.
A través de las enormes ventanas de su despacho, veía a la multitud arremolinada en torno a una diosa que acababa de llegar rodeada de su séquito. Ningún dios se adentraba allí sin hacer gala de su poder frente a todos. Aun así, no era habitual que aquellos seres se dejaran ver por la Ciudad de los Mortales. Allí no encontraban nada que pudiera satisfacer sus refinados deseos. Por eso podían vivir tranquilos en aquel rincón, con sus leyes, sus alegrías y sus miserias. Lejos de las miradas no deseadas de sus volubles creadores.
Pero cuando lo hacían, irrumpían en su ciudad con el despotismo del que se sabe dueño de todo. Desde el piso doce del consistorio no podía ver quien era, aunque tampoco lo necesitaba. Venía a verle a él. Aquella era suficiente pista para reconocer a su hacedora, su dueña, el ser al que debía existencia y posición. La mañana había sido tranquila hasta ese momento, pero le esperaban problemas, estaba seguro. Lo último que deseaba en ese momento era tener que doblegar su ego a las exigencias de su creadora. Hacía demasiado tiempo que su soberbia crecía alimentada por quién y lo que era.
Se miró las uñas con nerviosismo y se mordisqueó un padrasto que pareció surgir de ningún sitio. Dejó de prestar atención al papel que tenía sobre la mesa y que hasta minutos antes había centrado todo su interés y derramó sobre él la infusión fría que se estaba tomando. No tenía tiempo de llamar a alguien que lo limpiara antes de que su imponente Señora apareciera como un huracán en su despacho. Arrugó el ceño por la contrariedad mientras las dos hojas de la puerta se abrieron al mismo tiempo. Su secretaria se asomó por un lado poniendo cara de no poder hacer nada más. Mientras, por el centro apareció una figura femenina majestuosa, tres cabezas más alta que él, taconeando con un ruido casi sensual en la tarima mientras se acercaba a él sin ningún protocolo. Aquella era una manera de entrar que solo aquella diosa podía permitirse. Llegó hasta su mesa y se sentó sin mediar una sola palabra. Lo primero que vio la infusión derramada y la cara desencajada del alcalde. Aquella violación del protocolo la hubiera molestado en cualquier otra ocasión, sin embargo, su mente estaba en otro lado.
Pelder se había levantado de un salto dispuesto a ayudarla a tomar asiento, pero la diosa fue más rápida. Él se sintió aturdido por unas formas que no recordaba. Allí estaba la diosa de diosas, en su despacho, frente y a solas con él. Los pocos segundos que usó para tomar aliento, se le hicieron eternos.
Hacía años que no se veían. La más poderosa e influyente de las diosas no había cambiado ni un ápice. En su inmortalidad conservaba su figura y su belleza. Sin embargo, para el alcalde, sí habían pasado los años y se habían reflejado en su cuerpo. Se pasó los dedos por su cabeza, había canas en ella y pequeñas arrugas en los bordes de sus ojos. La vejez aún estaba lejos, pero caminaba irremediablemente hacia ella, si antes no dejaba de ser útil y era sustituido. Aún era atractivo o así se lo hacían creer las jovencitas intentaban obtener favores de su posición. En ese momento acusó de forma nítida el paso de la vida por él y de él por la vida.
Aquella mañana Ceres lucía pálida, con claros síntomas de haber dormido poco y mal las últimas noches. Ni tan siquiera se había molestado en lucir perfecta, era claro que algo superior a sus enormes fuerzas la comía por dentro. Fuera lo que fuera, aquello era grave y estaba a punto de enterarse. Aun así, el halo poder brillaba alrededor de su silueta. Peder nunca la había visto tan preocupada ni tan nerviosa.
-         Señora, es un placer tenerle en nuestra humilde ciudad, dijo bajando ligeramente la cabeza. ¿Ambrosía? ¿café?
-         No es una visita de cortesía, necesito tu ayuda Pelder.
Ceres no se andaba por las ramas, lo que quería lo quería ya. A él no le quedaba otro remedio que bajar la cabeza y obedecer. No tenía costumbre de mostrarse sumiso y solícito, él era Fidias Pelder, el hombre más poderoso entre los mortales. Soberbio, impaciente, acostumbrado a dar órdenes sin recibirlas, a imponer su criterio y voluntad. El mismo hombre que estaba, esperando como una mascota las instrucciones de su ama. Ella lo puso allí y ella podía precipitar su caída.
Tragó saliva sin saber qué sería de su vida cinco minutos después.
La diosa lo miró sabiendo de su poder, ella no pedía favores, ella solo ordenaba. Era consciente de que aquella forma de actuar entre sus iguales, hubiera sido absolutamente incorrecta. Pero no trataba con un igual. Tenía prisa y estaba perdiendo los nervios. Ella creó a Pelder y lo puso en aquel puesto, su vida le pertenecía. Todo lo que ella pidiera se haría. No había plan B, sus deseos más que órdenes, eran realidades.
-         Estoy impaciente por servir a su Alteza, dijo casi con un suspiro, sin atreverse siquiera a mirarle a la cara.
La cabeza de Fidias debía actuar rápido. Él era inteligente, brillante, había sido creado con más esmero que el resto de sus congéneres. Sin embargo, su vida, su posición, todo por lo que había luchado, podía diluirse como una gota de sangre en un vaso de agua. Un destello mezcla de codicia y preocupación, brilló en sus ojos del alcalde. Si obedecía con presteza sería recompensado. Ceres era altiva y déspota, pero también la más poderosa de las diosas, pagaría bien sus servicios. Estaba meridianamente claro que venía a servirse de ellos.
-         Hace quince días que desapareció mi hija
-         ¿Laska?
-         Bohyne. Eso es lo que me preocupa, no ha dicho nada, no se ha llevado nada y nadie la ha visto. No sabemos cómo se las ha ingeniado para desaparecer, últimamente estaba rara, como ausente…
-         Le encontraremos. ¿Hay algún indicio de que se encuentre en mi ciudad?
Se arrepintió de inmediato de aquella frase. No era su ciudad, pero actuaba como si de verdad lo fuera. Aquel lugar pertenecía a los dioses. Él era solo el lacayo que la mantenía en orden, abusando de su poder. Todos lo sabían, y los dioses lo consentían. Alardear delante de Ceres podía suponerle problemas.
Ceres percibió la gota de sudor que se formó en la sien de Pelder. En cualquier otra ocasión hubiera jugado con aquel ser tan solo para divertirse, pero sus preocupaciones en aquel momento eran otras. No tenía tiempo para divertimentos ni humor para los mismos.
-         Voy a contarte una historia, pero pagarás con tu vida si esto sale de aquí.
Pelder sabía que aquello no era una frase hecha. La voz de la diosa sonó como el de un cuchillo que se abre rasgando la carne mientras el suelo se llena de sangre. Esa fue la sensación mientras las palabras vibraban en el aire.
-         Mis labios están sellados y mi vida a su servicio.
-         Siéntate y escucha.
Ceres contó la historia de su hija, de su locura por aquel ser inferior, el único que su empatía había podido crear. Ella lo sabía todo desde el primer momento. Conocía a su hija, Soulas había sido el único creado que ella formó. De cómo se convirtió en su amigo y confidente. Contó a Pelder la relación que los unía, de sus citas a escondidas, de sus paseos por la Ciudad de los mortales. Nada podía escaparse a sus ojos, ni los secretos compartidos, ni el saber que aquel mortal cuidaría como nadie a su frágil niña. Lo sabía todo y calló. Ahora se arrepentía de haber dejado que aquel capricho hubiera durado tanto tiempo.
Le contó la última vez que estuvo en su casa, la última conversación con Laska, su traslado al horrible apartamento donde vivía, y hasta detalles íntimos que sus espías le habían desvelado.
-         Soulas Bozysin. Es amigo de mi hija, incluso más que un amigo. Imagina… ¡un mortal compartiendo cama con una diosa! Es una aberración. 
-         Comprendo…
-         ¡No comprendes!, ¡ni tan siquiera pase por tu cabeza comprender nada! Tengo muchos planes para ella, la necesito de vuelta.
-         Lo siento Señora.
-         Ponle espías, encuéntralo, síguelo, quiero saber todo, lo que come, cuantas veces se ducha, qué piensa, qué calcetines lleva y cuántas veces respira por minuto. Si hace falta tortúralo hasta la muerte, pero que te diga dónde está Bohyne.
-         Así se hará
-         Él no me importa, hace tiempo que debía haber desaparecido.
-         Me pongo inmediatamente con ello.
-         Mantenme informada…. Y gracias
Ceres se levantó y desapareció por la puerta de la misma manera que había entrado, dejando un halo de perfume en el sitio en el que había permanecido.
La diosa había dicho gracias, era la primera vez que aquella palabra estaba dirigida a él. Aquello pintaba grave, no había duda.
-         Soulas Bozysin, no hay sitio donde puedas esconderte.
Apretó un botón para llamar a su secretaria que acababa de cerrar la puerta que había dejado Ceres en su salida.
-         Llama al jefe de policía, lo quiero aquí ya.


viernes, 23 de junio de 2017

Génesis I. La Letanía de la Creación


Érase una vez una diosa, sumergida en un estado anímico de tedio y desidia. Había nacido en el mejor de los mundos y aun así, no encontraba su lugar. En su niñez fue una criatura alegre y llena de vida. En aquel momento echaba de menos el tiempo en el que, para divertirse, sólo necesitaba asomarse por la ventana de su alcoba y ver lo que ocurría en la calle. El lejano momento en el que su madre tejía sueños en el enrejado de su futuro.
Érase una vez…. Bohyne. La hija pequeña y mimada de una gran diosa, de la más poderosa de su tiempo.
Llevaba demasiado tiempo dejando que la frustración se instalara en su estado de ánimo. Su habitual dinamismo e imaginación, estaba pasando por una crisis profunda de creatividad. Su humor empeoraba cada día, metida en el círculo vicioso de la falta absoluta de ideas, del aburrimiento que le producía vivir el día a día de la Ciudad de los Inmortales.
Aquel lugar era aséptico y organizado, fruto de cientos de generaciones de dioses, tan perfecto en forma y fondo, como los seres que habitaban en ella. Calles en cuadrícula, impolutas, ordenadas, la vida allí era tan planificada que no daba lugar a la sorpresa. Una invitación a la disciplina, a la jerarquía, al hastío de la inmortalidad. Lo que en un momento de su vida le pareció un regalo, se le antojaba ahora una condena. Lo que para un mortal le parecería la cima de la felicidad, a ella la dejaba indiferente.
Nació y vivió siempre en aquel sitio tan ajeno a su carácter. A la rebelde Bohyne le gustaban las líneas curvas, los colores, los sabores fuertes, todo lo que fuera intenso y despertara sus sentidos. Cualquier cosa que hiciera que la adrenalina se disparara por su sangre y la erizara la piel de su cuello era válido en su vida. Cualquier experiencia que rozara el límite que sus sentidos pudieran soportar era de su agrado.
Necesitaba tanto el caos como el respirar. Ella podía volverse gris o de colores mimetizándose con el medio, camaleónica y ciclotímica, un individuo raro dentro de su especie. Las líneas rectas y colores claros le volvían tranquila y reducían su capacidad imaginativa, por lo que aquella ciudad apagaba por completo su expresiva naturaleza, la parte creativa de su mente, la que en ese momento su psique llamaba a gritos, sin que ningún atisbo asomara.
Por eso Bohyne adoraba la Ciudad de los Seres Creados, anárquica, llena de vida, de sabores intensos, olores profundos, rojos salvajes, azules irrepetibles, amarillos insultantes y blancos sucios. Marginal, penetrante, aguda, apasionada y viva. Allí moraban los productos de sus perfectos congéneres, allí también residía su creado. Por eso a veces se escapaba de su ciudad, para sentir en su piel la irreal experiencia de perder su inmortalidad en un mundo polisensorial. Era una suerte no ser tan alta como los otros miembros de su familia para poder perderse entre aquellas intensas criaturas.
Era entonces cuando la adrenalina se adueñaba de su cuerpo, jugando a interpretar un papel que no le correspondía a su estirpe. Cambiaba de nombre, se hacía llamar Serc, trasmutando su vida para ser una creada más. Olvidaba por unas horas su condición y su sangre real, su esencia de engendrada. Paseaba con Soulas, su Soulas, su amado mortal, el único ser que era capaz de estar a su lado sin hacer preguntas ni recriminar su actitud, su compañero. Se colaba en su apartamento, abría el armario para vestir con su ropa y oler como el resto de aquellos ciudadanos. Leían libros juntos y lloraban de risa haciéndose cosquillas.
Nadie podía llegara a detectar su diferente naturaleza escondida bajo las mismas túnicas de los sirvientes de los dioses. Observaba los conflictos, las frustraciones y las pasiones de aquellos seres de segunda categoría. Se recreaba con las hojas de los árboles tiradas en el suelo de los parques y con el ruido de las conversaciones de aquellas excitantes criaturas. Paseaba por sus calles estrechas disfrutando del olor a comida y de las efímeras pintadas de las paredes llamando a la población a revelarse contra sus tiranos creadores, su pueblo.
Los creados eran seres radicalmente distintos a ella. Conscientes de su corto paso por la vida, no perdían el tiempo en rituales y en experimentos vanos, tan frecuentes en la ciudad de los Inmortales. Los pocos momentos que constituían su existencia eran vividos con fiera intensidad. Se amaban sin plantearse el concepto “para siempre”, y se odiaban de la misma manera. Capaces cada uno de ellos, de los peores actos y al mismo tiempo de llegar a las más altas cotas de altruismo. Toda esa mezcla de pasión emocionaba a Bohyne sobre todas las cosas. Hubiera regalado su condición de diosa por poder sentir en su interior aquellas pasiones
Nada es igual cuando un gigantesco reloj de arena se cierne sobre la vida, las cosas no pueden esperar a mañana, porque mañana puede ser demasiado tarde. El amigo de hoy, puede ser un recuerdo en el futuro, si el dios creador decide poner fin a su obra y probar un nuevo modelo. La belleza de lo efímero, crea el delirio del ahora, la aceleración por sentir un presente que se desliza entre los dedos. La pasión que demuestra un ser que tiene su tiempo contado, que ni siquiera intuye cuándo será su fin, dista mucho de la desidia del ser inmortal, que puede posponer decisiones y procrastinar actos sin ninguna consecuencia. Por eso disfrutaba tanto de aquella Ciudad y de las fugaces vidas que paseaban por ella.
Ahora no quería ver a nadie. Aunque desde pequeña había estado siempre rodeada de otros dioses, no terminaba de acostumbarse, buscando la soledad, o a lo sumo la intimidad con Soulas, su Soulas. Quería estar sola y esconder a todos su estado de ánimo. No deseaba mostrar a nadie sus frecuentes arrebatos de mal humor. Mascullar sus propias miserias, lejos de la civilización y sus semejantes, no dañaba a nadie. Se había convertido en una necesidad para ordenar ideas y mantener a los demás a salvo de sus ataques de genio.
.
Su carácter, excesivamente independiente, se había manifestado desde niña. Su madre sabía que lo llevaba dentro, y aun así hizo esfuerzos titánicos por introducirla en sociedad. Ella que era la absoluta reina, el blanco de todas las miradas, creadora de tendencias. Cada gesto era copiado y cada aspecto de su vida sabido por todos. Bohyne había tenido la poca fortuna de nacer en el sitio menos adecuado para pasar desapercibida. Aún recordaba con horror su presentación en el mundo de los mayores, obligada, llevada de los pelos en medio de uno de los peores berrinches de su vida, sin entender por qué su familia insistía tanto, en algo que a ella no la interesaba en absoluto. Ni llantos, ni rabietas, ni ruegos le habían servido. Le habían obligado a saludar a seres superficiales y a comportarse de acuerdo a unas normas sociales absurdas. Tardó años en pensar en aquello sin que se le erizaran los cabellos de la nuca. Nunca se lo pudo perdonar a su madre.
No dejaban que olvidara quien era y para lo que estaba destinada. Aquel era un pensamiento que intentaron grabarle a fuego, repetido una y mil veces por su familia su familia, pensando erróneamente que a fuerza de hacerlo la terminarían convenciendo. Odiosa frase con la que culminaba y zanjaba las estériles discusiones con su madre Ceres, diosa de diosas. Le resultaba agotador ser sociable. Lentamente había descubierto los placeres del trato con sus semejantes, pero jamás sería como su madre, no lo deseaba, ni envidiaba su globalidad. Su madurez consistió en la resignación. Nacer inmortal y de casta superior, le obligaba a guardar unas formas de comportamiento. 
Se había centrado en su trabajo de manera obsesiva. Se encontraba extraña desde su último descalabro, un revés imperdonable, sin explicación. Había estado planificando esa obra durante meses, pero tampoco había funcionado. Cientos de papeles, de dibujos, de fórmulas se habían quedado en trabajo baldío. Papeles que terminaron en la chimenea para evitar ser descubierta. Ni tan siquiera había sido capaz de terminar ese proyecto. Se sentía un arquitecto frustrado, un golpe duro a su soberbia. La obra había comenzado llena de ilusión, y se había quedado en nada. Una vez más había fracasado.
Fracaso es una palabra que no entraba dentro de su concepción.
Con absoluta perplejidad y sin poder dilucidar qué había pasado, aquel universo había colapsado sobre sí mismo en cuestión de horas. Empezó con una preciosa expansión y un espectáculo majestuoso, lo que hacía aún más dolorosa su destrucción. Pasó días estudiando qué variable había provocado aquel fracaso. La letanía sola no servía, se necesitaba un proyecto, mucho trabajo imaginando lo inexistente. La palabra sólo actuaba sobre lo escrito en papel con tinta tisionan.
El azul Tisionan era el color de los dioses, solo las Sumun lo vestían en las ceremonias más públicas. Si conseguir aquel colorante era una tarea difícil, convertirlo en tinta lo era aún más. Las imitaciones solo llegaban al añil intenso, pero los reflejos platas del auténtico solo podían obtenerse de un colorante natural obtenido de los pistilos de unas flores de las montañas. Cada fracaso era un desperdicio de tinta sagrada, demasiado cara y valiosa.
Pero lo que más le dolía era el precioso tiempo desperdiciado. Había perdido mucho, demasiado, creando y destruyendo mundos que no terminaban de gustarle, proyectos inconclusos sin originalidad ninguna, que hacían mella constante en su humor. Pensó en cambiar de aires, irse una temporada de viaje, intentando fecundar su ingenio, viendo un mundo más imperfecto que aquella odiada ciudad en la que vivía. La gustaba viajar sola pero no tenía ocasión de hacerlo. Soulas la seguía, así que terminó por viajar siempre con él.
Amaba a ese ser. Era su debilidad, su primera creación, un ser mezcla entre material y espiritual, un ángel al que tuvo que destruir sin tener valor de hacerlo. Desde el mismo momento que lo vio, se había convertido en su sombra. Nada ocurría fuera de la presencia del que quien se transformó en compañero habiendo nacido creado. Su amor era una aberración en su mundo.
Se reía de la ley le obligaba a dormir con el resto de creados, pasando todo el tiempo que podía al lado de su creadora. Mucho más del que se consideraba correcto en su mundo. Soulas era su mitad. La parte intensa y mortal que ella no podría nunca saborear.
Pero ahora su obsesión se había canalizado hacia otro sitio.
Bohyne sabía que su subconsciente, no estaba trabajando para ella como había hecho en muchas ocasiones. Su psique estaba inmersa en el cero absoluto, la nada más silenciosa, nadando en el lago de Yukis, narcotizada y terca por sacarla de aquella cruel indolencia. Las luces, las formas y los sonidos de su último experimento ya sólo sobrevivían en su cabeza. La idea fue excelente, pero no lograba saber qué parámetro había fallado en su modelo. Había recitado la Letanía y escrito su proyecto en tinta Tisionan pero no funcionó. Era una buena matemática, lo único que había necesitado era juntar materia y antimateria, el uno y el menos uno, la energía positiva con la negativa. El resultado habría sido el mismo que el de otras veces, no había desechos, simplemente todo desaparecía, su mundo no se contaminaba, ningún otro dios sabía de la existencia de sus ensayos, su intimidad y su imagen quedaban protegidas.
Formaba parte de su idiosincrasia ser perfeccionista, excesivamente exigente consigo misma, hasta el punto de que Bohyne era la peor enemiga de Bohyne. Caprichosa, estricta con sus creaciones, buscaba el modelo perfecto, el universo estable que no se saltara, ni los principios físicos elementales, ni los complejos. Aquella mañana se levantó obcecada por romper aquella racha infructuosa. Su madre le había dicho cientos de veces, si lo sueñas lo tienes. Necesitaba la valentía suficiente, el estado de ánimo favorable para acabar con la inercia que le marcaba. Se concentró mirando fijamente las rayas de su mano, frunció el ceño mientras recitaba la Letanía de la Creación, en voz baja, casi susurrando entre sus labios. 
Yo Bohyne me presento ante la Energía del Universo
Para pedirle que la creación comience
Que el cero se disocie en su suma
Que el uno se escinda del menos uno.

Yo Bohyne me presento ante la disociación
Para pedir que la materia aparezca
Que la energía fluya entre mis manos con esta sagrada Letanía
Que los especulares no se encuentren y nada se destruya.

Yo Bohyne me presento ante la materia
Para pedir que el universo se forme
Que el germen de todo se forme en un único punto
Que el punto reviente y expanda.

Un precioso punto incandescente se estaba formando al mismo tiempo que sus palabras obraban el milagro. Un sonido en su espalda la descentró y el incipiente milagro desapareció en la nada.
- Ding, dong.
El timbre de la puerta volvió a sonar. Un mohín de disgusto se dibujó en su cara. No esperaba a nadie. Había dejado muy claro a todo el mundo que pasaba por uno de sus periodos de reclusión. Que no iban a ser bien recibidos. Que no quería trucos ni excusas. No entendía quien osaba perturbar su paz, en el peor momento posible.
- Ding dong, ding dong, ding dong…
Fuera quien fuera, estaba claro que no se iba a ir de allí hasta que abriera la puerta. Fuera quien fuera, desde luego, era valiente, más incluso que eso, osado. Cuando se sentía perturbada en su paz interior, dolida en su ego o simplemente molestada, podía tener un genio endiablado, aunque que ése aparecía y desaparecía de la misma manera. En décimas de segundo, estallaba y minutos después volvía a ser la encantadora criatura que era siempre. Llevaba toda la vida intentando controlar estos arrebatos de mal carácter sin demasiado éxito. Los que le conocían, sabían de esa dualidad tan característica de su persona.
En aquel momento no estaba presentable, ni de cuerpo, ni de espíritu y no tenía ganas de hablar con nadie. Su mal humor creció por momentos, aún más pensando en aquel punto que desapareció de sus manos.
- Ding, dong
- ¡Qué ya voy! ¿Quién eres?
- ¡Quieres abrir de una vez hermanita! Soy Laska, ¡pedazo de lenta!
- ¡Vale, no me quemes el timbre! ¿No te han dicho que no quiero ver a nadie?
Su hermana mayor apareció sonriente por la puerta con una botella de ambrosía en la mano. Aquella diosa era el símbolo del equilibro y la elegancia. El vivo retrato de su madre, de modales absolutamente exquisitos, nadie podía enfadarse con ella. Cariñosa, inteligente, proactiva y constantemente preocupada por su Bohyne, su pequeña, el ser al que había idolatrado desde el día que nació, a la que miraba durante horas en su cuna y nunca se cansaba de jugar con ella. Si había alguien que pudiera controlarla sin esfuerzo, esa era Laska. Le enseñó a andar, a vestirse, a hablar sin tartamudear, Bohyne era mejor gracias a aquella criatura que le miraba sonriendo de medio lado.
- ¡Venga, que no tengo todo el día y me aprietan los zapatos!
- No sé cómo te mantienes en equilibrio sobre ellos.
- Se llama maña, mezclada con fuerza de voluntad, deberías intentarlo y quitarte esas zapatillas horrorosas que llevas.
- Son cómodas y me gustan.
Su mal humor estaba desapareciendo. Se apartó para que su hermana pasara.
Entró en su apartamento ya descalza, como si flotara por el pasillo, con los zapatos colgados de dos dedos. Se sentó en el sofá, mientras descorchaba la ambrosía.
- ¿Aún no tienes creados que te sirvan?
- Mejor no te contesto.
- Te hubieras ahorrado tener que abrirme tú, y yo el tener que mirar esa cara malhumorada que tenías cuando me viste.
- Sabes que no me gustan
Laska suspiró y puso los ojos en blanco.
- Es la mejor ambrosía de la ciudad. Haz algo y trae dos copas antes de que se caliente.
-  Llegas y te pones a dar órdenes.
Ambas se miraron sonriendo enseñando sus perfectos y blancos dientes.
- ¿Qué estabas haciendo? Seguro que algo importante.
- Cosas.
- Ya empezamos con tonterías. Y dile a Soulas que no se esconda, que sé que anda por ahí. ¡Soulas sal si estás presentable que ya te habrá dado tiempo a vestirte!
- No está, así que no te esfuerces.
- Mejor, sabes que tenías que haber destruido a ese engendro, no sé qué puedes ver en él. Estos prototipos siempre dan problemas. Mejor que salga poco a la calle. No estaría de más que tú también salieras un poco a divertirte. Se te va a quedar color verde como no te dé el aire.
- Sabes que soy incapaz de destruirlo. ¿Viniste para recriminarme algo hermanita?
- No cariño, nos tienes preocupados. Llevas días perdida en tu mundo. ¿En qué te entretienes?
- En nada
- No te creo embustera, ¡venga, suelta!
- Creando
- ¡ja, ja, ja! ¿De verdad estás creando? ¿Te la sabes?
- ¿La Letanía?, pues claro que me la sé, desde hace años. De memoria
- ¡A ti no tengo que decirte que es secreta y que está prohibido usarla! Solo pueden las Sumus de Tisionan. Sólo ellas pueden conocerla. Mejor que esto no salga de aquí.
- Espiaba a mamá cuando la recitaba. Me sé el catorce también.
- ¡Vaya con mi pequeña! ¡Yo también le espiaba! Ja ja ja, pero cuidado con el verso prohibido. Mamá es mamá.
- ¡ja, ja, ja! A la todopoderosa Ceres le salieron dos cotillas. Creo que de todas formas me falta un trozo.
- Escríbela y te digo, sabes que recitada es peligrosa.
Bohyne fue a por papel, un bolígrafo y empezó a escribir la Letanía, Laska la miraba por encima del hombro.
- ¿Ves? No te la sabes, acabas de saltarte una frase
El corazón le dio un vuelco, ahora tenía la causa de los fracasos anteriores, no la recitaba entera, por eso sus universos colapsaban, por eso eran inestables. La visita de su hermana había sido determinante. Hasta una sola letra podía hacer estragos.
- ¡Escribe cabeza hueca! “… Tisionan guía la fuerza de la materia….” Si las cosas se hacen, se hacen bien.
- Gracias cariño, no sé qué hubiera hecho sin ti.
- Ahora cuando yo me vaya quema el papel con incienso, la Letanía merece un respeto, y que esto no salga de aquí o vamos a tener un problema con los Sumus. Mejor que mamá no se entere, no le va a gustar ni un poquito, por mucho que terminemos siendo una de ellas.
- Mamá las sabrá controlar, no conozco a nadie como ella para eso. En eso os parecéis.
- No me adules hermanita, no vas a librarte de hablar con tu madre. Invéntate una excusa creíble. Una resaca de ambrosía es una buena, con la cara que tienes seguro que se lo cree.
- ¡Sabes que me va a regañar como vea el desastre que tengo aquí montado!
- No seas injusta, es tu madre y te quiere. Voy a abrir un canal para que habléis. ¿Quién te crees que me mandó aquí? Sonríe que no te vea con esa cara tan seria. Yo me pensaría tener un creado doméstico que te ayude con todo esto, cuando te canses lo destruyes.
- Yo no hago esas cosas, son seres vivos.
- Pero inferiores. Cielo, no sé de dónde sacas esas ideas tan extrañas.
Laska unió las dos manos frente a su pecho, con los dedos apuntando al techo y los separó despacio. Bohyne aguantó la respiración. Se estaba abriendo un canal de comunicación para que hablara con su madre. Desde su reclusión no había hablado con ella y sabía que le esperaba una regañina.
- ¡Ya era hora, hija díscola y desagradecida!
- Mamá, no empieces. Hace solo una semana que no me ves. Ni he crecido, ni engordado, ni tengo más novedades, solo quería estar sola.
- ¿Cómo estás, mi amor? Me tenías preocupada, llevo intentando abrir un canal contigo desde hace días y no me contestas. Sabes que no me gusta que pasen los días sin hablar contigo, no importa lo que tenga que hacer (…), tú eres mi niña y eres lo primero (…). Espero que te hayas alimentado bien y que no te estés metiendo en líos (….) No me pongas esa cara. ¿Me escuchas Bohyne?
- Si mamá, te escucho, alto y claro.
- Ya te habrá dicho Laska que papá y yo nos vamos de vacaciones. Ahora no hay reuniones de Sumus y podemos hacernos una escapadita, ya sabes lo absorbentes que son esas mujeres, no saben vivir si no se les dirige, me agotan, me exprimen, me aburren soberanamente, pero no tengo más remedio que soportarlas…
- Si mamá.
- Tus hermanos también andan desaparecidos. Crías hijos para que a la mínima se olviden de ti y….
- ¡Mamá, escucha! Te prometo que mañana voy a verte, como contigo, pero no me calientes la cabeza, ahora estoy en otras cosas.
- De acuerdo Bohyne, a veces me olvido de lo que has crecido, ¡eras una niña tan bonita! ¡La más inteligente de la ciudad!
- ¡Ja ja ja! ¡Mamá, para ya!
- Te veo mañana princesa, vente a comer. Recuerda que te quiero
- Hasta mañana mamá, yo también te quiero.
Laska cerró las manos con una sonrisa socarrona y traviesa en el rostro.
- Adoro a mamá
- Y yo, pero cuando se pone a hablar no hay quien la pare… ja ja ja. Esto ha sido una encerrona, me las vas a pagar.
- No lo dudes, pero no soporto que te recluyas, hace un día precioso ahí afuera y tú te dedicas a criar musgo o universos, que para el caso es igual de aburrido. Me tengo que ir, tómalo como una visita de cortesía, no me has traído ni las copas, mételo en la nevera y tómatelo luego con tu amigo…!Ah! y ¡ordena un poco esto que no vives en una pocilga! Si quieres mando a alguien a que te ayude.
- Ni se te ocurra, metomentodo. Ja ja ja.
- Espero que por lo menos tengas algo en la nevera
- ¡Te quieres callar!
- Eso es un no…. En fín, tú sabrás, que ya eres mayorcita.
Se puso los zapatos, cogió su bolso y estrechó a Bohyne contra su pecho. Laska le besó el pelo, la frente y las mejillas como sólo ella sabía hacerlo. Le cubrió de besos sonoros y cálidos, besos con su propia marca, con su olor y sabor, tan especiales como ella. Bohyne aspiró el olor de su hermana y con él, los recuerdos de su infancia. Se sentía protegida cuando podía sentir a Laska tan cerca. Sólo ella era capaz de llenarla de energía y de aplacarle, de convencerle de casi cualquier cosa. Era otra diosa cuando estaba en su presencia, la diosa que quería ser, la que no tenía que ocultar nada, por miedo a que la hicieran daño. Le acompaño a la puerta, lo último que vio fue su sonrisa antes de darse la vuelta y desaparecer en el ascensor.
Volvió al salón a sentarse en el mismo sitio donde segundos antes estaba su Laska. Aún estaba caliente. Dobló su cuerpo, haciéndose un ovillo y su cabeza se puso a trabajar a toda velocidad. Estaba tranquila, ahora había encontrado la respuesta, la Letanía estaba completa y podría dedicarse a crear. Se acercó a la nevera, guardó la botella de ambrosía y se puso un vaso de agua, tenía un nudo en la garganta, esta vez saldría bien. Su hermana le había dado la clave. Había detectado el error que tanto tiempo llevaba buscando.
Respiró profundo, repitiendo en su cabeza la frase que le había faltado en sus experimentos fallidos. Quemó el papel con incienso en un vaso de rituales que tenía en la hornacina dorada de su cuarto. Ahora sí, las palabras iban a transmutar la nada en materia. Se puso a recitar con la voz dulce del lenguaje antiguo de los dioses. El hablado solo en las ceremonias. El prohibido fuera de ellas...
Yo Bohyne me presento…
….tú que haces del todo un algo….
Una luz fría, fluorescente, de intenso azul eléctrico, inundó la estancia. Una sensación de placer en su estómago la despistó, durante una décima de segundo. Volvería a ocurrir, un nuevo universo estaba a punto de surgir, de la nada, de la energía de sus palabras. Miró fijamente la luz, que empezó a concentrarse en un punto incandescente, de un blanco doloroso, inmaculado y vivo. La Letanía estaba funcionando, sacando de su cuerpo la energía que iba a convertir su pensamiento en materia. Esta vez saldría bien. La luz era fuerte y solo llevaba la mitad de la invocación.
….saca de mí la fuerza para que la materia sea creada…
Aquella diminuta canica empezaba a quemar su piel y a pesar demasiado. Dio la vuelta a su mano. El punto luminoso saltó de ella con vida propia y quedó suspendido en el aire.
…. De tu génesis salga de la energía de mi mundo…
Las trece estrofas habían sido pronunciadas. La suerte estaba echada.
Se sentó a esperar, agotada y extasiada, ilusionada y expectante, tres, dos,… El punto cada vez más pequeño y brillante…uno, cero. Toda la materia y la energía de aquel espacio-tiempo concentrada en un punto infinitesimal. La luz cegó sus ojos y todo saltó por los aires, el Big Bang había comenzado. Ahora se empezaría a formar la materia de nuevo, había recitado aquellas frases, con toda su pasión y había funcionado.
Su cuerpo apenas había resistido el trance. Poco a poco, volvió a abrir los ojos, un poco mareada, desorientada y agotada por la experiencia creadora. Ya no se podía parar, la invocación del génesis estaba funcionando. La Letanía formando un comienzo, como había ocurrido tantas otras veces. Su intuición la alertaba de que aquella vez sería radicalmente distinta. Había trabajo que hacer, problemas que solo el ensayo prueba-error podría resolver. Otra vez el método científico se imponía a sus conocimientos.
La fastidiosa antimateria, base fundamental de sus creaciones, no volvería a dar problemas. No podía volvérselo a permitir, Si la juntaba con la materia se volvía a formar la nada y la pasión puesta en recitar la Letanía habría quedado como un cuento para niños, una vez más. Muchos universos se perdieron por aquel deshecho de materia. Tenía que aislarla en algún lugar a mano, tal vez tendría que volver a utilizarla.
-  La dejaré toda junta en un rincón. Susurró casi de manera imperceptible.
Todo estaba ocurriendo como se había escrito con la tinta sagrada, pero no era lo mismo imaginarlo que verlo.
-  Nunca pude imaginar que fuera así.
Recuperado el conocimiento y la fuerza, era hora de disfrutar del espectáculo. El génesis, el principio, todo limpio, todo nuevo, todo por hacer, una experiencia excitante para su mente imaginativa. Colores metálicos brillantes, formaban nubes de gases en medio de un espectáculo trepidante de luz y sonido. Un pase privado solo para sus sentidos, solo para sus ojos. Millones de años después habría inteligencia en ese universo, e intentarían saber qué ocurrió, ella se ocuparía de que aquella inteligencia pudiera surgir de la masa inerte.
Recuperado el humor y el entusiasmo, empezó a canturrear, y la vibración de su voz aglutinó los gases que dieron lugar a planetas y estrellas, un caleidoscopio de colores y formas. En la estrofa diez se aparecía la luz de los dioses, el mayor orgullo de su mundo. Las longitudes de onda se mezclaban. Ella podía sentarse a admirar un espectáculo que antes se le antojaba soso y aburrido. Había tanto por ver, que no daba abasto en fijarlo en su retina.
En cualquier sitio podía ver las nubes de gases en espiral, empezando a moverse y convertirse en millones de puntos luminosos. Tendría que elegir una, solo una, para observar detenidamente su funcionamiento. Seguir la formación de varias era una locura, excesivo trabajo para tan poca recompensa. A las pocas horas de la explosión letánica, no podía ver hasta donde se estaba expandiendo su universo.
Se sentía feliz, la aparición de su hermana había sido providencial. Agotada, se fue a dormir. Cayó exhausta encima de su cama sin que le diera ni siquiera tiempo a quitarse la ropa.
Así fue como el primer día Bohyne creó el universo.
El verbo se hizo materia y la Sagrada Letanía formó la masa.  



domingo, 14 de febrero de 2016

Génesis XI


En el segundo parto de Boyne nació una mujer, la primera hembra con dos líneas genéticas, una preciosa niña, blanca con los ojos color cielo. Nebeoci nació mientras Ceres y la luna estaban alineados con la tierra en una cálida noche de primavera. Llevaba el carácter creador de su madre y el indómito de sus abuelos los dioses, jamás doblegó su voluntad a la de ningún hombre ni bestia. Mucho más astuta, seductora y perspicaz que el resto de los hijos mortales de la diosa creadora, para ella todo era natural y sencillo. Con una enorme capacidad de análisis, dejaba boquiabiertos a sus hermanos cuando discutía con ellos. Desde pequeña se convirtió en la niña mimada de Adán, que la consentía todo lo que deseaba hacer. Con el tiempo se convirtió en una hermosa mujer, tan peligrosa como su misma madre porque nació con el don de la predicción. Nada podía ocurrir fuera de sus ojos, el futuro se presentaba ante ella con la misma naturalidad que las gotas de lluvia o la luz del sol.

Ocurrió una mañana en la que Ceres y la luna volvían a estar en conjunción, olía al fuego sagrado, sonaba el agua en corrientes dentro de la tierra, la misma que alimenta los árboles que Bohyne mimaba. Los árboles destinados a custodiar su espíritu inmortal.

-       Padre, de mí nacerá la estirpe más poderosa del orbe. Tu descendencia será tan numerosa como las estrellas del cielo, pero la mía someterá a la de mis hermanos. Tengo que irme de aquí, el destino me espera entre tu pueblo natal, ya han evolucionado lo suficiente, lo que madre te hizo a ti bajo el árbol de la creación se ha cumplido también en ellos.

Adán la miró con los ojos vidriosos, porque de toda su descendencia, aquella extraña mujer era su favorita. Su corazón estaba roto pensando que no volvería a abrazar a su amada hija, pero el destino debía cumplirse.

-       Quédate hasta mañana conmigo y parte después, permanece hasta ese momento a mi lado, mi corazón me dice que nunca volveré a verte. Tu madre llorará cuando vuelva.

Nebeoci preparó una cena a su padre, la cena de la despedida. Había recolectado para él las más delicadas de las hierbas, los más sabrosos de los alimentos que aquel jardín les ofrecía.  Arrancó con delicadeza la trava zapón, la hierba del olvido, la hierba sagrada que solo crecía debajo del árbol en el que Adán fue gestado como hombre, la que todos tenían prohibido tocar, la hierba de la creación.

Envolvió con cuidado extremo las verduras en hojas de parra para cocinarlas como a su padre le gustaban, horneó para él un pastel de carne, preparó una infusión de hierba sagrada. A la hora de la cena tendría la temperatura óptima para maximizar sus propiedades. La ocasión era perfecta, su madre no estaba en Edén, su padre sería para ella en rigurosa exclusiva, su primera y última noche, tal y como ella sabía que ocurriría. Al día siguiente habría partido, sus hermanos no la echarían de menos, eran simples para ella, la más brillante representante de las dos líneas genéticas no volvería a sentir el desprecio de su envidia. Todo estaba preparado menos su cuerpo. Caminó con elegancia hacia la laguna secreta, sus hermanos la vieron desaparecer entre la vegetación, como tantas veces, sin mostrar ni sorpresa ni curiosidad. La laguna era solo suya, nadie más que ella conocía de su existencia en los límites del paraíso. Aquel rincón había sido en su niñez su refugio y su alivio, cada vez que se encontraba pedida iba allí a aliviar sus penas. El lugar en el que más lágrimas había derramado y en el que su espíritu consiguió la fortaleza que ella necesitaba. De adolescente tumbada en la hierba había descubierto su cuerpo, el placer de las caricias esperadas. Era bella, lo sabía, mucho más que bella, absolutamente seductora. El único espejo en el que se había mirado era el de aquellas aguas, pero podía leer en los ojos lascivos de los hombres que visitaban Edén, el deseo contenido de poseerla. Sabía de su capacidad de intimidarlos, de despertar el morbo de la posesión de un ser superior, de la inalcanzable favorita del Señor del mundo, la protegida de Adán, de casi una diosa hecha carne. Ninguno de ellos podía sujetar la mirada de aquellos ojos casi transparentes, ninguno apartar la vista de su pelo rojo y sus curvas de hembra, ninguno hablar sin que su lengua se trabara en su presencia, sin que cualquier cosa que dijeran sonara estúpido delante de aquel ser tan claramente superior.

Se desnudó despacio, dejando caer su ropa en la orilla, quedo desnuda en el lugar que dejaría en breve de ser su mundo. Se destrenzó el fuego de su pelo rizado y suave, con la cadencia del que necesita sentir el tacto en sus dedos. Abrió sus brazos, sus piernas, sus manos, estiró sus dedos, exponiendo al aire cada rincón de su piel y echó la cabeza hacia atrás. Sintió como la brisa se colaba por sus poros, el viento del lugar más sagrado del planeta jugaba con el bello de su cuerpo y casi besaba el de su pubis, haciendo sentir su humedad más palpable. Estaba excitada. Por su cabeza pasaba la imagen del pene de su padre cuando amaba a  Bohyne a la luz de las estrellas. Nebeoci los espiaba escondida viendo besos húmedos, lenguas recorriendo piel, pequeños mordiscos que arrancaban gemidos de placer en ambos. Sabía cuándo sus padres iban a amarse, a la hora y en el lugar exacto. Mientras sus hermanos dormían ella no podía resistirse a ser la espía de los encuentros de sus progenitores. Conocía cada milímetro del cuerpo de ambos, cómo su madre se sentaba a horcajadas encima de su hombre mientras este pellizcaba sus senos, la cara de dulce sufrimiento que tenían cuando estaban a punto de terminar sus encuentros. Ella quería ser su madre, quería cambiarse por ella cada vez que su padre la tocaba, la besaba y apretaba el cuerpo con el de su diosa esposa. Apenas se atrevía a respirar y copiaba las caricias de su padre en su propio cuerpo. La atracción sexual que sentía por él fue en aumento con los años, ningún hombre podría satisfacerla si no era su padre. Los miraba con envidia pero sin celos, y sus dedos se perdían en el rojo intenso de su bello, que se humedecía con su flujo transparente y viscoso, mientras frotaba sus manos con la desesperación del deseo no satisfecho. Sabía de memoria lo que su padre busca a de Bohyne, lo mismo que ella le daría esa noche. Sus sentimientos se mezclaban en el crisol de su mente privilegiada, aunque sabía lo que iba a ocurrir. Casi sin darse cuenta se encontró tocándose como hacía tantas veces con la imagen de su padre penetrándola y moviéndose sobre ella de forma rítmica y suave, sintiendo todo el amor que sólo él podía dar a su diosa. Aquella vez Nebeoci gritó, como lo hacía su madre, como ella no podía hacer por miedo a ser descubierta, y sumergió su cuerpo en la fría laguna, preparándolo para que aquel sueño se transmutara en palpable, tangible y deseada realidad.

Comió todo lo que su hija le ofrecía hasta que el mundo real  dejó de existir a su alrededor convirtiéndose en una niebla en su mente. Trava zapón estaba actuando sobre él. Volvió al despertar de su conciencia, el día en el que la diosa convertida en mujer se unió con él para siempre. Los ojos transparentes de Nebeoci se convirtieron en los ojos verdes de su Bohyne, su pelo rojo en el negro de su diosa. Se acercó a su hija, la rodeo con sus brazos, Adán era un hombre corpulento y Nebeoci mucho más grácil. Sintió la misma protección que tantas veces había sentido en los brazos de su padre, pero aquel abrazo era distinto, más intenso, más íntimo, la piel de Adán buscaba la simbiosis, apretó su pene contra ella, lo sintió dentro de su ropa, duro, caliente y húmedo, el miembro de un hombre buscando a una mujer que aplacara su instinto. La hierba actuaba, y ella sabía lo que estaba haciendo, engañando a su padre para disfrutar de él, en la última noche antes de desaparecer de su vida. Adán buscó su boca, posó sus labios en los de su hija. Nebeoci jugó con su lengua, siendo el calor, la humedad, la marcada diferencia entre la suavidad de la carne y la dureza de la barba, chupó la comisura de sus labios, la sensualidad del esmalte de sus dientes. Con cada una de sus manos posadas en los lados de su cara, lo llenó de besos carnosos, calientes, besos llenos de amor y deseo, de ternura y de calor. Sus dedos jugaron se colaron en su pelo, arañaron de forma imperceptible su cuello mientras su lengua jugaba con sus orejas. Nebeoci reproducía cada gesto de su madre, que tantas veces había visto hacer. Sentía las manos de Adán recorriendo su cuerpo, cómo la respiración se iba haciendo más profunda a medida que se incrementaba su deseo y la sangre se agolpaba en su piel. Podía intuir el por qué su madre había elegido a aquel magnífico ejemplar de macho entre el resto de la humanidad y se había transmutado en mortal por amor a él. Lo chupó, lo besó, le acarició con su pelo suave antes de sentir como su padre entraba en su cuerpo, despacio, con una dulzura absoluta. Aquello no era un acto sexual, era una absoluta comunión de cuerpos, de amor escenificado, un acto casi espiritual. Sintió sus besos mientras se movían en un baile coordinado jamás ensayado. Su piel desesperada por amarle durante años disfrutó de la oportunidad que la hierba del olvido le estaba dando con orgasmos intensos y sentidos que hacían que sus lágrimas resbalaran por sus mejillas. Al final de la noche ella llevaba en su seno a la hija-nieta del primer hombre.

-       Perdóname mi cielo, la última noche contigo y me quedé dormido

-       No importa padre, yo velé tus sueños, estabas agotado

Así fue como Adán nunca supo del engaño ni de la existencia de una nueva estirpe. Quedó llorando en su Edén, mientras su hija amada, idolatrada, mimada hasta el dolor, partía en busca de su destino.

viernes, 22 de enero de 2016

Génesis X


Sus manos y sus tobillos dejaron de sentir el mordisco frío de hierro y sus pies ensangrentados se elevaron del suelo. En sus oídos solo un nombre, Rozmer, el nombre que el Spectra Blasny había hecho tatuar en la piel de cada humano que habitaba la tierra, en cada plaza conquistada, en cada blasón que blandían los ejércitos de la reencarnación del mal. La muerte de aquella reina madre había desatado la Guerra de las guerras, y era ése y no otro el nombre que Metla susurraba en su oído junto a palabras que no podía entender pero que curaban su piel de las llagas de los grilletes que había arrastrado por el camino. Ada no comprendia lo que estaba sucediendo a su alrededor cuando el mundo cayó rendido a los pies de ella, la nueva reina.

Sintió la sangre en sus papilas cuando mordió los labios de esa boca separada del cuerpo. Un fluido rojo, caliente, viscoso, de olor salado, resbalaba por sus brazos mientras acunaba la cabeza de su amor, la misma que la noche dirigía el ejército de la alianza de hombres libres. La espada de Metla había roto la única esperanza de la especie mimada de Bohyne, frente a la fiereza de los ejércitos del hijo del ángel oscuro. Ni siquiera pudo gritar, su voz se fosilizó en sus cuerdas vocales y sus lágrimas se le enquistaron en los ojos. Solo bebió la sangre de los labios que había besado hasta el dolor en la última etapa de su vida. Todo estaba perdido, respiraba estando muerta, nada ya podría interponerse entre la simiente de Bozysin y la esclavitud de la doble línea de la diosa creadora. Toda la tierra acababa de ser conquistada con aquel toque de espada que decapitó la esperanza. Joas estaba muerto, y ni siquiera tendría el consuelo de llorar sobre la tierra que arropaba su cuerpo. Bozysin pinchó sus restos en una pica como trofeo a su absoluta victoria y comida de los buitres, aquella carne no descansaría en el seno de la diosa madre.

Joas nació el día oscuro, minutos después de que Bozysin permitiera que los rayos de sol volvieran a alimentar la tierra. Se abrió paso por el cuerpo semicálido aún del cadáver de Esved. El milagro de no ser arrebatado a las alas de la muerte se extendió por los pueblos de los alrededores. Huérfano de padre y madre antes de nacer, criado por sus abuelos, que sabían de la existencia del mal profetizado, pero que no pudieron encontrarlo en ninguna de sus acciones. Su piel no envejecía ni se quemaba, ninguna enfermedad sufrió su cuerpo, ningún hematoma en su superficie, ninguna herida laceró su piel, proactivo, caritativo, con inteligencia preclara y perfección casi insultante. El nacido después de la gran oscuridad se convirtió en el líder de su pueblo tras casarse con la hija mayor del antiguo rey.   

Nunca fue feliz hasta que Ada se cruzó en su camino. El rey le obligó a casarse con su hija Nátisis. Fue una boda de estado provocada por el miedo a la pérdida del trono. El poder se alía con el poder, un rey astuto no podía permitir tener un enemigo tan grande. Incorporarlo a su familia era la alternativa óptima. Al principio la convivencia con la princesa fue llevadera. Nátisis quería un heredero, una continuidad en la línea sucesoria de la que ella era única representante, no un bastardo, sino un hijo nacido de la legitimidad de un matrimonio. Fue dulce hasta que sucedió, el vientre de la princesa se hinchó, portando sin saberlo también la simiente de Bozysin, la tercera línea genética, sembrada por Joas. Ya no tenía que seguir soportando a ese marido impuesto por su padre y sabiéndose poderosa empezó a humillarlo en su última semana de gestación. Desde entonces la vida de Joas se convirtió en un infierno, no podía hacer nada con aquella princesa que en privado lo vejaba, en público lo exhibía como un trofeo y que estaba perdiendo la perspectiva de lo que era o no correcto. Joas lloró muchas noches. Líder de los hombres y humillado por su propia esposa, abandonó su mente a la negra suerte que el destino le había proporcionado. Nunca volvió a yacer con ella por miedo a que un nuevo hijo le hiciera la vida aún más insoportable, Nátisis chilló, lloró, lo golpeó, amenazó y trató de engañarlo, pero nunca volvió a tocarla. Pasaron los años y la maldad de su princesa iba en aumento, mientras inconsciente de su inmortalidad, Joas soñaba con ser un campesino anónimo, sin más responsabilidad que alimentar a su familia y el premio de volver a su casa por la noche y ser recibido con una sonrisa por alguien que lo amara.

Ada apareció el día en el que Joas quiso poner fin a su existencia. Ignorante de su condición de hijo del ángel caído, ensilló su caballo y se fue al jardín entre dos ríos a terminar con su vida. El destino quiso que Ada pasara cuando su cuello colgaba de una gruesa soga en la rama del árbol de la creación, el mismo bajo el que el primer hombre fue elevado a tal mientras dormía bajo su sombra. Ada, descendiente directa de Adán, el hombre que enamoró a la diosa volviéndola mortal, partió la cuerda haciendo caer su cuerpo al suelo. En el mismo momento en el que ésta hería sus manos con la aspereza de la cuerda y el filo frío de su arma, creyó ver como brotaban dos alas sucias y rotas del color del cielo plomizo de una tormenta de otoño, durante un segundo casi pudo notar el contacto de esas plumas grises en su mejilla mientras se desvivía por cortar con  aquella cuerda que estaba volviendo azul el rostro de ese hombre. Fue este gesto de auxilio elemental lo que unió sus vidas.    

En el reino todo el mundo buscó a Joas sin encontrarlo. Nátisis vistió de negro y araño su cara esperando así el consuelo de las muestras de duelo que no necesitaba. Despreciaba a su marido, pero flotaba en el gusto morboso de sentirse protagonista de una preocupación incapaz de sentir. Tenía lo que necesitaba, el hijo que siguiera con su linaje, no necesitaba a un advenedizo usurpador de tronos y huérfano póstumo de ambos progenitores. Aquella humillación jamás se la perdonaría a su padre el rey. Ella era de sangre azul y había sido entregada como una ramera a los brazos de un plebeyo. Si Joas no aparecía, mucho mejor, si lo habían devorado las alimañas del bosque su vida podría terminar haciendo lo que siempre había soñado, fuera de las ataduras de unas obligaciones conyugales que odiaba. Así, de día ejercía de reina viuda, inconsolable en su dolor, luciendo las ojeras que las noches de lujuria con los capitanes de su guardia tatuaban debajo de sus ojos. Tomó las riendas del reino con necedad y despotismo, con la misma arbitrariedad caprichosa con la que decapitaba a los amantes que no satisfacían su insaciable sexualidad. Nunca aquel reino lloró tanto la pérdida de un buen rey y la ascensión de su antítesis en el trono. Ni los rumores de las conquistas de Metla sacaron a Nátisis de sus desvaríos y sus excesos. Pero Joas nunca volvió a aparecer por el castillo.

Ada llevó al rey a su cabaña en el bosque, buscó aloe vera, sábila y manzanilla para hacer un emplasto que aplicar al cuello de aquel hombre. Pero cuando volvió a su cabaña le encontró partiendo leña en la puerta. Nadie podía recuperarse tan rápido, ni siquiera con los cuidados de una experta fitoterapeuta como ella. Nadie a menos que aquel hombre fuera Joas, la leyenda fuera cierta y las alas que vio mientras descolgaba su cuerpo no fueran un espejismo fruto de la tensión del momento. Se acercó a él, cayó de rodillas, humilló sus ojos y extendió sus palmas al cielo, en señal de total sumisión. Joas se arrodilló junto a ella y escuchó una voz intensa, profunda y sensual, absolutamente masculina que le decía. Soy yo el que tengo que estar agradecido. Entró en aquella cabaña olvidándose de su condición de rey para vivir como un humano más.   

Joas observó en la distancia como la reina se convertía en un títere de la alianza de las diez familias, y como el poder de los líderes terrenales iba descendiendo, mientras en las manos de Metla y bajo su férreo yugo, la libertad de los pueblos se convertía en polvo al viento. La esperanza del mundo libre, el hermano de sangre del Spectra Blasny, nacido en la luz, se escondía en el bosque. Intentó vivir feliz fuera de todo contacto con el exterior, pero hasta en lo más escondido del bosque se sentía el descontrol que la reina Nátisis imprimía a su gobierno. Los campesinos que no podían pagar los abusivos impuestos a los que eran sometidos, terminaban expropiados y viviendo en el bosque de forma clandestina, huyendo antes de ser vendidos como esclavos. La costumbre bárbara del comercio humano se volvió a imponer en el reino. Aquella masa forestal dejó de ser un paraíso para el espíritu torturado de Joas y tuvo que compartirlo con los que en un pasado fueron sus súbditos y ahora sus vecinos. Su misericordia le obligó a acoger y a ayudar todo el que entraba en su improvisado nuevo feudo. Venían en penosas condiciones, desnutridos, sucios y desamparados. Allí volvió a brillar su liderazgo natural, el de las tres líneas, el mismo que tenía Metla, su hermano, nacido en el mismo parto del mismo vientre. Entre aquel grupo humano de desterrados, perseguidos y desheredados seres, Joas, sin pretenderlo, volvió a convertirse en el referente que ya era antes de que el miedo del rey le convirtiera en lo que jamás pretendió, el esposo de una caprichosa y los hombros sobre los que descansaban las decisiones de estado. Los enseñó a vivir en el bosque, a construir cabañas, a camuflarse entre las ramas, a pelear, los devolvió la fe en sí mismos y la dignidad de hijos de Bohyne, herederos comunes de su línea genética. Ellos en agradecimiento por el don de la vida que creían perdida, adoptaron el nombre de Joasther, los hijos de Joas, hijos también de Ada, de su Ada, de su salvadora, de aquella mujer con la que compartía cada minuto de su tiempo.   

Los Joasther se hicieron numerosos, el bosque se les quedó pequeño para acoger a tantos seguidores que juraban lealtad hasta la muerte. Inundaron las cuevas de las montañas de los alrededores e incluso se juntaron con los campesinos de los pueblos, los herreros, los pastores y los comerciantes. Creció su poder en la semiclandestinidad y Joas perdió su invisibilidad y su anonimato. Nátisis volvió a saber de su existencia y juró que vería su cabeza encima de una bandeja de oro, recién arrancada por el filo de su propia espada. El odio y el rencor se apoderaron de ella. Escupió palabras contra aquella puta del diablo que había seducido a su legítimo marido, deseaba más que nada verla sufrir en una tortura inmisericorde, ver su cara cuando el verdugo la infligiera más allá del dolor que un ser humano pudiera soportar. Aquel fue el principio del fin de su reino, dejó todo el control en las manos de Metla, el brazo armado de las diez familias, que enloquecido por la muerte de Rozmer, daba rienda suelta a su crueldad. La reina se lanzó a la caza de su adúltero esposo y su amante como absoluto y preferente razón de existir.

Los quería vivos,  ver en sus ojos el terror del dolor extremo. Se escondían en el bosque sagrado, el del árbol de la creación, todo el reino lo sabía, ni aquella panda de piojosos ni lo sagrado de aquella tierra iba a impedir que ejecutara su venganza. Aquello no iba a ser impedimento para entrar allí y capturarlos. Eligió a sus mejores generales para la tarea, arrasaría aquel lugar si fuera necesario, con el milenario árbol de la vida y con cualquier otra cosa que se interpusiera entre ella y sus deseos. En un intento desesperado por acelerar la captura, mandó prender fuego al bosque. Todo ardió, cada matorral, cada árbol, cada brizna de hierba fue pasto de las llamas. Muchos se esos árboles habían sido plantados y cuidados por la diosa creadora en el tiempo en el que vivió en su cuerpo mortal junto a su amado Adán. En muchos de ellos habitaba su espíritu, fosilizado en las raíces profundas, aquel bosque era el acervo genético primitivo del planeta, el lugar donde Ella decidió habitar. El humo liberó el debilitado espíritu de la diosa, que escapó por el aire hacia el indestructible árbol de la creación. Su alma fue reconstruida, Bohyne volvía a la vida en estado etéreo. Se impulsó fuera de la gravedad terrestre hasta Ceres, su amado planeta, esperando hacerse fuerte, recuperar su divinidad y volver a ser una deidad inmortal. Había estado demasiado tiempo fuera de los asuntos de su línea genética, volvería cuando fuera el momento. Todo el reino pudo ver como un gigantesco haz de luz blanco se perdía más allá de la atmósfera terrestre. Nátisis sin saberlo había liberado a la diosa para los hombres.

La reina enfermó junto a todo su ejército, todo su cuerpo se llenó de pústulas verdes que evolucionaron a convertirse en llagas, nadie más se contagió de aquella enfermedad. Gritó de dolor, pero ni un solo remedio pudo calmar aquella venganza de la diosa creadora. Habían destruido su feudo y Ella ahora destruía sus cuerpos. Aquella innombrable enfermedad hizo que perdieran todo el cabello y cada uno de los dientes, y que cada bocanada de aire que entrara en sus pulmones fuera plomo hirviendo en sus gargantas. Unos a otros se pedían la muerte a espada, pero no tenían fuerza para empuñarlas. Estaban malditos, nadie les ayudó… Nátisis murió entre gritos junto a todo su ejército y la tierra quedó en manos de Metla, mientras su hermano Joas acaudillaba a los hombres libres. Los dos representantes de la tercera línea genética, ignorantes de su condición de hijos de Bozysin, enfrentados en una contienda. Luz contra oscuridad, libertad frente a esclavitud, ángeles contra demonios, la historia la escribiría un hermano con la sangre fresca del otro.    

Joas dividió su vida. Los días eran para sus amados Joasther, pero las noches eran para su Ada, la única razón por la que estaba vivo. Nada podía curar más su alma que el amor incondicional que aquella criatura le procesaba y que él respondía en cada gesto. Por Ada, Joas dirigía la guerrilla, por Joas, Ada manejaba la espada con el más feroz de los guerreros. La vida les concedió el más tumultuoso de los tiempos para conocerse y amarse. Aquellos dos intensos seres, estaban llamados a cambiar la historia, a que su paso por la tierra no quedara en una mera estancia borrada por la brisa del tiempo. Todo resumido en una sola frase ‘’todo contigo, nada sin ti’’. Soñaban con la tierra en paz que tendrían después de victoria sobre el Spectra Blasny, en envejecer juntos y ver crecer a unos hijos que aún no tenían. Ellos se retirarían a un lugar tranquilo cerca del mar y disfrutarían por fin de aquella paz que la vida les estaba negando. Por eso  su corazón se partió acunando la cabeza de su ángel de alas rotas. Todo estaba perdido. Todo dejó de tener sentido, la voz de Metla ungiéndola reina del orbe entraba en su cabeza como un eco. Las noches con el dueño absoluto del destino de los hombres, pasaban por su vida en imágenes inconexas, su cuerpo era laxo a las caricias y a los cuidados. Muerta en vida y dueña sin percatarse de la reencarnación del mal, como antes lo fue de su hermano. Solo recobró la consciencia cuando con la espada en la mano rasgo la mejilla del autor de su desgracia y la cabeza del tirano rodó por el suelo en medio de un silencio estremecedor.