miércoles, 16 de septiembre de 2015

Génesis IX

Perfección sobre sangre de rey, dominio por siglos, inmune a varón. Los sonidos salieron de su boca casi como un suspiro, como si el aire se negara a pasar por su garganta haciendo vibrar sus cuerdas vocales.  Salió del trance sin recordar nada de lo que había ocurrido. Aquella droga era excesivamente dura y difícil de conseguir, pero era el encargo de su rey. Su comunidad se afanó por obtener esa sustancia a cualquier precio desde que se supo la noticia del nacimiento de un sucesor real. Sus casi imperceptibles vocablos fueron recibidos con júbilo. Aquello dejó agotada, envejecida, el alucinógeno le había robado parte de su vida, lo sabía, moriría antes a causa de aquella sustancia. Fue despedida del salón del trono con una bolsa de oro, sacada casi en volandas por los guardianes del monarca. El augurio era magnífico y el monarca sonrió satisfecho mirando con orgullo el prominente vientre de su esposa. Tendría un varón, y su primogénito se convertiría en un jefe militar férreo, sus tierras estarán protegidas cuando aquel feto se convirtiera en hombre. Su pueblo se extendería para siempre, el oráculo había hablado.  Los oráculos no mienten,  y éste estaba mucho más claro que el que aquella vieja sacerdotisa predijo sobre el vientre de su madre días antes de su nacimiento, hacía ya treinta años. Vector infecundo de la tercera línea. Sólo existían dos líneas genéticas, las dos provenientes de la diosa creadora, hablar de la tercera línea era solo una frase sin sentido. La primera línea modificada por el azar de la evolución y la segunda directa de los ovarios de la diosa hecha mujer. Pero el oráculo de su nacimiento hablaba de la tercera. Una frase, contundente y sin sentido, ni una sola palabra más, ni una sola explicación. Las predicciones de todos sus antepasados estaban escritas en el muro de las profecías reales, en la última línea debía estar la suya, la del actual rey, grabada en piedra, su aya se lo había contado entre susurros. La sagrada mujer que predijo la tercera línea jamás se había equivocado en sus trances. Buscaron explicación en sabios en todos los rincones del planeta, una versión plausible a seis palabras que ninguna inteligencia podía interpretar. La sacerdotisa apareció muerta descuartizada en su celda cerrada por dentro, con la frase del oráculo escrita con sangre en las paredes. El peor de los sacrilegios había ocurrido. Su padre, asustado, mandó picar aquellas letras del muro de las profecías para que nadie volviera a leerlas. Pero ahora todo era distinto, mandaría escribir el nuevo augurio debajo del surco en el que se convirtió el suyo. Perfección, dominación y poder, todo estaba a favor de su suerte.

Metla y el hijo del rey nacieron en el mismo segundo, bajo una tierra oscurecida por las alas Bozysin. Rompieron a llorar al mismo tiempo cruzando sus destinos. Aquella noche dejaron al bebé real a la intemperie como marcaba la tradición. Si pasaba aquella noche sería digno de seguir viviendo, en un pueblo marcado por la fortaleza de sus miembros. Era por eso que las mujeres de aquel pueblo parían de abril a octubre, evitando ver morir de frío al fruto de sus entrañas. La reina vigilaba al príncipe desde la ventana, pero le estaba prohibido el socorro, en la noche de vigilia más dura en la vida de una madre. El ángel caído hizo caer el sueño sobre la joven progenitora, clavó sus uñas de obsidiana al rajando el pecho del infante real, desangrándolo mientras devoraba el cuerpo del recién nacido, en una ceremonia llena de simbolismo. No podía dejar nada que hiciera sospechar del engaño. Colocaba así a su hijo Metla en la cuna que le permitiría ser rey. Le depositó con sumo cuidado sobre el manto rojizo caliente y húmedo, perfección sobre sangre de rey, la primera parte del oráculo estaba cumplido. Le tapó con sus alas negras hasta que el sol salió por la línea del horizonte, hasta que el dolor de la luz del sol se hizo insoportable. Al despertar, la reina encontró a su permutado nuevo hijo, vivo y caliente sobre un manto de sangre seca, lo cogió y lo acurrucó entre sus brazos y lo alimentó de sus pechos. Había sobrevivido, el rey tendría sucesión sin necesidad de que su cuerpo se abriera de nuevo. Hizo borrar las huellas de aquello que no podía explicar. Lavó al niño y arrojó la sábana el fuego que acabaría con el último indicio de su hijo inmolado en aras de la tercera línea genética.

Bozysin continuó su particular cruzada contra el hombre. Había logrado colocar a su único vástago humano en una cuna real, suplantando al heredero del mayor imperio que existía. En su maldad absoluta creó los Cuatro Espíritus de la Devastación, los llamó muerte, enfermedad, hambre y guerra. Fueron elegidos entre las peores almas del infierno, de lo único que quedaba de los hombres más malvados después de su muerte. Sopló sobre esos cuatro engendros dándoles poder sobre hombres y bestias. El poder de cambiar de aspecto, aparecer y desaparecer a su antojo, entrar y salir del averno,  introducirse en el sueño y manipular a los hombres. Les daba la oportunidad de volver a la vida y el único encargo de destruir. Sólo Bohyne es ubicua, sólo la diosa creadora del mundo está en todos los seres, también en los Espíritus de la Devastación, también en Bozysin y en sus hermanos de creación, los hombres, nada puede escapar de su esencia, pero el mal fue sembrado por todo el orbe, mientras Metla crecía y se convertía en el dueño y señor de los espectros creados a su servicio, en el Spectra Blasny, el hombre más poderoso de la Tierra, dueño único de las tres líneas genéticas. Y así la muerte se cebó con el género humano, pasando detrás de sus hermanos,  la enfermedad mutó bacterias y creó virus nuevos, el hambre mató animales y terminó con cosechas y la guerra se introdujo en el hombre cegando su avaricia. La humanidad conoció el peor periodo de su historia, y el círculo vicioso de la destrucción se cebó con sus miembros, la población fue diezmada y debilitada. Lo que había sido una incipiente y exitosa comunidad se convirtió en un campo de batalla contra la miseria y el semejante. Bozysin desde el incandescente núcleo del planeta, sonreía satisfecho.

Ni una sola enfermedad sufrió su cuerpo, ni una sola raspadura su piel. El primogénito varón del ángel caído parecía inmune a cualquier daño externo. Con un año discutía con los sabios del reino, con dos hablaba todos los idiomas de la Tierra, creados por su padre Bozysin cuando el hombre se quiso aliar contra él. A los cinco años era el estratega militar número uno del reino, con diez el mejor y más cruel de los guerreros de su suplantado padre. Perfección, dominación y poder, ese fue el pensamiento del rey el día de la profecía y se había cumplido de tal manera que hasta su regia voluntad se doblegaba ante la mirada de aquel extraño ser, proyecto del señorío absoluto. Sólo la reina Rozmer soportaba su mirada, sólo ella podía calmar la ira del niño demonio, ni el rey se atrevía a yacer con ella por miedo a los celos de Metla. Rozmer era suya, su diosa absoluta, su madre, herencia obsesiva de Bozysin por Bohyne, el mismo afán de poseer hasta el aire de sus pulmones, cada gota de su sudor, cada uno de los pensamientos de aquella mujer reina. La historia de su padre se repetía en él como la maldición que llevan los ángeles caídos en el mundo de los dioses, el único ser que el hijo del mal podía amar, la mujer que lo había alimentado con la leche producida por su cuerpo.

Ocurrió en su fiesta de cumpleaños. Quince vueltas completas de la tierra alrededor del astro rey desde que su verdadero padre oscureció el cielo, su verdadera madre murió tras derramar una lágrima negra, el verdadero heredero fuera devorado por el dios de mal y él yaciera sobre el manto de su sangre. Quince años para demostrar su supremacía absoluta sobre todo ser vivo que habitara la Tierra. Spectra Blasny dominando a los espíritus del mal y las mentes humanas, adolescente metido de lleno en una fiesta para adultos, ocupando el lugar que por protocolo correspondería al rey, al lado de su madre reina. Juegos, bailes sensuales de cuerpos semidesnudos y cena abundante, con vino y caza, manjares de guerreros. Demasiado vino desata la lengua y libera la líbido más reprimida. El rey, tambaleante, se levantó y fue hacia su esposa haciendo el último acto de hombría, reclamando lo que era suyo por derecho propio. Aquella mujer no había perdido ni un ápice de su belleza y pese a su estrenada madurez lucía dolorosamente atractiva al lado de Metla. Era suya, su hijo no tenía ningún derecho a arrebatársela. Metió las manos por el pelo de su Rozmer, su amada reina, de su legítima esposa, pero antes de que sus labios pudieran posarse sobre los de su ansiado objeto de deseo, Metla lo levantó por los aires y lo arrojó a la chimenea. La música dejó de tocar y nadie movió un solo músculo para salvar a su rey, que murió entre gritos de dolor y olor a carne chamuscada. Aquella noche Metla cambió la alfombra en la que dormía al lado de la cama de la reina, velando su sueño, por el tacto de la piel de Rozmer y sembró en su vientre la continuación de la tercera línea, macho y hembra para mayor gloria del ángel caído.

Así fue como el hijo del mal fue coronado monarca absoluto. Ninguna oposición, ningún comentario sobre su comportamiento. Rozmer fue de nuevo reina con un nuevo rey que hincaba la rodilla en su presencia con devoción absoluta, con obsesión enfermiza, con total sumisión bajo su mirada. Y al igual que el día en el que nació, Bozysin oscureció el sol con sus alas y se sintió orgulloso de aquel fruto de su cuerpo, y los Espectros Devastadores fueron confinados al infierno, a la espera de las órdenes de su amo rey.   

Metla permaneció con Rozmer día y noche, siempre bajo su campo visual, siempre pendiente de su esposa madre. Miraba como sus sirvientas la vestían y la desnudaban. Ella le acompañaba a cualquier lugar donde él permaneciera. Cada día miraba con devoción como el cuerpo de su amada gestaba la vida de sus hijos, cada noche la acariciaba y la llenaba de besos. Incapaz del más mínimo ápice de misericordia hacia los demás, volcaba la humanidad heredada de Esved, su madre biológica, para idolatrar a Rozmer, haciéndola la dueña absoluta de su ternura y cuidados obsesivos. Aun así,  ni siquiera su parte de dios pudo evitar que la reina muriera de parto, desangrada como el hijo biológico al que no tuvo ocasión de amamantar.  Sus pechos siempre fueron para Metla, primero como niño y luego como hombre. Dos criaturas salieron de su cuerpo, los nietos de Bozysin, un varón y una hembra, Vairon y Samice, mientras su abuelo susurraba a los vientos la alianza de Bohyne con los hombres, la promesa hecha a Esved, tu descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo. Metla enloqueció de dolor, hizo embalsamar a su amada para hacer que la vistieran cada mañana y la desnudaran cada noche, para que fuera a cualquier lugar en el que él estuviera, para acariciarla y cubrirla de besos cada noche. Tal fue su locura que terminó con la tregua, llamó a los Espíritus Devastadores, y  se lanzó a la guerra de las guerras.  El amo de los espíritus, el Spectra Blasny, destruyó intentando calmar su dolor, todo lo que se encontraba a su paso. Hasta que todos los pueblos de la tierra se doblegaron bajo los cascos de su caballo, hasta que cada uno de los líderes de los pueblos conquistados, rindieran pleitesía a su esposa madre, besando sus pies embalsamados.

Veinte años de guerra para que no hubiera ni un rincón de la Tierra que perteneciera a otro rey. Fue entonces cuando la vio, despeinada pero altiva, con el vestido sucio y rajado, cadenas en sus pies. La reencarnación de Rozmer, por fin había encontrado el cuerpo de su reina vivo, respirando, esperando sus caricias, objeto despótico de sus deseos, nunca más solo. Ella había nacido el mismo fatídico día que de sus hijos. Ahora el cuerpo embalsamado podría descansar en el mausoleo de mármol que había mandado construir para ella. La reina madre volvía a la vida, a su vida. Tenía treinta y cinco años el pueblo volvería a tener reina. Su nombre era Ada, orgullosa, fuerte, soberbia, inteligente y bella, no movió un solo músculo de la cara ante la noticia de haber sido la elegida, la mujer del hombre más poderoso del orbe.

La miró mientras la bañaban, mientras la perfumaban y la vestían con la ropa de Rozmer. Ni un momento perdió de vista a Ada, mientras en todos los idiomas del hombre susurraba a su oído las más bellas frases. Aquel devastador, aquel aniquilador, aquel tirano al que no le temblaba el pulso ejecutando la mayor de las atrocidades, caía rendido a los pies de su Rozmer que habitaba ahora en el cuerpo de Ada, la nueva dueña de su vida. Ni una sola frase, ni una sola sonrisa, ni una sola mirada de ternura recibió de la reencarnación de su amada madre, de la diosa de su vida. Se le rompía el corazón poniendo el mundo a los pies de aquella criatura que le trataba con la misma frialdad que él había mostrado con el pueblo al que ella pertenecía. Nunca contestó a una sola de sus preguntas, su vista siempre fue ausente, ni le correspondió a ninguna de las caricias y besos que cada noche la regalaba, poniendo a disposición laxa un cuerpo disociado de su espíritu. Ni un solo gemido al amor de su cuerpo, ningún atisbo de humanidad hacia él. Todas y cada una de las noches las pasaba junto a Ada, todas y cada una de las horas del día bajo su mirada, sin que pudiera arrancar de aquella altiva criatura ni un gesto, ni de amor ni de desprecio, la indiferencia más absoluta.

La espada brillaba sobre un cojín de terciopelo rojo teñido con cochinillas, bordado con hilos de oro. Estaba afilada, limpia de toda la sangre que había derramado con ella en la conquista de un mundo que no se le había resistido.  Era la coronación de Metla como rey absoluto del orbe, y su reina Rozme, que habitaba ahora en el cuerpo de Ada, estaba  de pie a su lado, en la atalaya que habían construido para que todos pudieran verlo. Ni el más poderoso de sus generales se atrevió a oficiar la ceremonia. Metla levantó la espada y gritó el nombre de su padre a los cuatro puntos cardinales y el nombre de Bozysin, el ángel caído, se pronunció por primera vez en la tierra de la diosa creadora. Del grito del norte salió el espíritu devastador del hambre, al este el de la guerra, al sur el de la enfermedad y al oeste el de la muerte. Y los fonemas que crearon el nombre de su progenitor se extendieron de nuevo por el orbe en forma de destrucción sobre la diezmada y sufrida especie portadora de las dos líneas genéticas. Se arrodilló con humildad y dio la espada a su reina, que por primera vez respondió a sus requerimientos. Ada cogió la espada y la colocó sobre el hombro derecho del tirano. Rasgó una de sus mejillas, y por primera vez la sangre de la tercera línea cayó a la tierra de Bohyne. Metla la miró sin inmutarse, clavando sus ojos en ella como lo hacía desde el primer segundo que la vio, despeinada y llena de cadenas. Entonces ocurrió, la cabeza del primogénito del diablo rodó por el suelo desprendida de su cuerpo. Por primera vez en meses Ada sonrió con la cara salpicada de la sangre de la tercera línea genética, la misma sangre que en aquel momento portaba su vientre. La profecía terminó de cumplirse dominio por siglos, inmune a varón. Ella portaba el dominio en su cuerpo, y ningún varón rasgó su piel. Metla, el mayor jefe militar del mundo antiguo, el peor tirano del orbe, el padre de su primer hijo, estaba muerto. Todo el planeta tembló removido por el dolor de Bozysin, por la vibración que su grito desgarrado provocó desde su reino en el núcleo de la tierra. 
 

viernes, 11 de septiembre de 2015

Génesis VIII



Nadie pudo pensar que aquel perfecto bebé que acababa de nacer se convertiría en el jefe militar del mayor ejército del mundo antiguo. Lloró por primera vez mientras el sol se oscurecía en todo el orbe tapado por las alas de su padre, el ángel caído, el demonio de la oscuridad, el temido Bozysin. Asistió al parto desde el oscuro cielo, al nacimiento de su hijo, su simiente en la tierra, a los chillidos de su madre partida de dolor por las contracciones de su útero y a cómo una ser perfecto salía al mundo ungido de líquido amniótico. Aquel neonato chilló de dolor cuando el aire del mundo de Bohyne entró por primera vez expandiendo sus alveolos pulmonares. Lo lavaron sin percatarse que la cruz gamada signo del mal aparecía en su arrugada piel. Se lo entregaron a la joven madre que esperaba para amamantarlo y todos desaparecieron de la estancia. Metla succionó de sus pechos mientras Esved apretaba los dientes recuperándose del dolor de que su cuerpo expulsara su fruto y del que le infligía aquella criatura que absorbía leche en su boca desdentada con crueldad instintiva. Bozysin apareció en la estancia en donde su hijo se abría a la vida. Ella lo reconoció por sus ojos, esos  dos carbones encendidos, los mismos que la miraron cuando su hijo fue concebido, en el mayor instante de placer absoluto que un ser humano puede soportar en su carne. Esos ojos que buscó de forma desesperada para calmar la adicción a esa satisfacción inmensa que había sentido, mientras el hijo del propietario de aquellas pupilas ocupaba como dueño universal el hueco de su vientre y ella soportaba el peso de aquel nuevo ser al que transportaba con lealtad enfermiza. Entonces lo entendió, y una sola lágrima negra salió de sus ojos. La profecía se había cumplido, ella había sido el vector para que la sangre del dios del mal se encarnara en la tierra. Se levantó a por una espada para matar al engendro que había gestado, pero antes de que pudiera salir de su cama, Bozysin y Metla habían desaparecido. El ángel caído vino a reclamar lo que era suyo. Esved cayó muerta, mientras de su cuerpo salía Joas, en no reclamado, el honesto portador de la tercera línea del que nadie sabía su existencia, el hermano que labraría la desgracia de Metla.
 
He aquí tu humilde esclava, hágase lo que dijo tu voz, se cumplan en mí los designios de tu voluntad, entre en mi vientre el vínculo con el hombre; que tu encarnación se extienda por toda la faz de la tierra. Abrió los ojos muy dulcemente, era el día de su enlace matrimonial, la habían dejado dormir más que otros días para que su piel luciera radiante en una mañana tan especial en su vida. Había tenido un sueño extraño, tan real que le costaba creer que solo pertenecía a su mente. Aquellos ojos la seguían excitando hasta la última célula de su cuerpo, ardía su corazón, sintió humedad entre sus piernas, mucha más de la que producía al excitarse y dar suelta a sus fantasías en la soledad de su alcoba. Estaba desnuda y despeinada, no recordaba haberse acostado así, había sangre en sus sábanas y un hematoma del tamaño de la huella de un pulgar orlaba uno de sus pezones, se encontró cuatro arañazos paralelos en la parte interna de su muslo izquierdo. Había descubierto los signos de que aquel sueño no había sido tal, había yacido con un varón la noche anterior a su boda, por primera vez, y aquella humedad no era el flujo de su cuerpo, olía más fuerte, más a hombre, aquella humedad era parte del semen que aquella irresistible criatura había depositado dentro de su cuerpo. Aquella sangre era su himen roto. Todo era tan real y tan onírico que le hubiera costado distinguir si fue o no una locura de su mente aturdida, si no hubiera sido por aquellas marcas tan obvias que habían aparecido en su cuerpo y en su cama.

Era su fiesta pero se retiró temprano. Sus padres prepararon un banquete para honrar a la familia de su prometido. Acababa de cumplir la mayoría de edad. La tradición imponía que la boda fuera el día en el que el la tierra completaba dieciocho vueltas sobre el sol, desde el día del primer lloro del bebé hembra. Aquel día era mañana, apenas conocía al hombre con el que compartiría mesa y cama a partir de entonces, sus padres lo habían elegido para ella el año anterior. Aquella era su última noche en la soledad de su cuarto. Se cumplía la tradición, si así estaba estipulado, así se haría. Sintió un escalofrío de indignación, no era justo, era su vida, da igual lo que sus padres la amaran, no tenían derecho a condenarla a un matrimonio con un hombre por el que no sentía nada. Apretó los dientes y fue a disfrutar de sus últimas horas de la libertad que le aportaban las cuatro paredes que constituían el más íntimo de sus mundos. Sus progenitores habían elegido a aquel hombre para ella, para escapar del oráculo, su madre en trance místico había profetizado que su hija pariría al primogénito de la tercera línea genética. Calló el horror de augurio durante años, compartiendo el oscuro secreto solo con su marido, y aquel día lo hizo con su hija para acallar sus protestas ante la arbitraria unión a la que iban a someterla, aunque su corazón sabía que los oráculos no mienten y que su nieto estaba llamado a ser el portador sin que nada pudiera evitarlo.

Esved se metió en la bañera helada y tembló de frío, se frotó su cuerpo con una esponja y jabón con olor a lavanda, tanto que su piel enrojeció mientras de su cara se desprendían lágrimas de pura frustración. La tradición también la regalaba estas últimas horas de reflexión antes de entrar en el mundo de los adultos, y las aprovecharía, pese que en su puerta montaban guardia los hermanos de su futuro marido. Salió de la bañera y unos brazos la envolvieron en una toalla. Sintió el calor de aquel cuerpo a través de aquel trozo de tela. Aquel cuerpo la consolaba en el ambiente de penumbra que habían creado las velas que flameaban encima de la mesa. Cerró los ojos sintiendo el mimo de la tela secando las gotas de agua que perlaban su  torso. No sabía quién estaba detrás de aquellas cálidas manos que traían alivio a su helada dermis, aliento a su espíritu y sedación a su indignada visión de futuro. Cada pliegue de su piel, cada pelo de su cabello fue mimado, cuidado y acariciado por la seda de aquellas manos. Pidió que aquel instante de sensualidad extrema no acabara nunca. Abrió los ojos para encontrarse con dos carbones encendidos que la miraban con absoluta pasión. Su vientre se contrajo y un puño de hierro apretó su estómago. Aquello superaba cualquier fantasía que hubiera tenido en la soledad de aquella alcoba. Un ser hermoso, con una sexualidad categórica, tajante, rayando el despotismo, la abrazaba con la mezcla óptima de delicadeza y firmeza. Se sintió transportada más allá de lo racional por el poder de aquel hombre que apretaba sus nalgas entre sus manos atrayéndola para que sintiera su sexo duro en el exterior de su cuerpo.  Sus ojos…, no podía dejar de mirarlos, pura fuerza, puro delirio, los ojos de un líder, de alguien acostumbrado a dar órdenes, los ojos de un inmortal, nada escapaba a aquella mirada que se le diseccionaba el cerebro y se hacía dueña definitiva de su voluntad. Su cuerpo se preparaba para amar a aquel magnífico ejemplar de macho humano, el olor a limpio de su cuerpo y a menta de su boca. Mezcla de salivas, juego de lenguas, la sangre de Esved se agolpó en la parte exterior de su cuerpo, no era rubor el rojo de sus mejillas, era irresistible deseo por aquel ser tan desnudo como ella. La llevó en brazos a su cama, y la depositó suave encima del colchón, la cubrió de besos… no hubo un centímetro de su cuerpo en el que no sustituyera el olor a lavanda por el mentolado de su saliva. Sintió sus pezones amasados por los dedos suaves y firmes de su amante desconocido, de cómo mamaba de sus pechos sin haber tocado aún su sexo que estaba esperando su turno con impetuosa desesperación. Unos dedos subiendo por la cara interna de sus muslos, sintiendo una uñas que le hacían desear más lo que estaba a punto de ocurrir. Bozysin rompió su himen y bebió la sangre de sus dedos. Le dolió, mucho, cerró rápido las piernas y su amante desapareció de pronto de su cama. Ni siquiera se planteó que al día siguiente debía dar una explicación de esto. Volvió a ver sus ojos, en sus manos dos copas de vino en dos copas de plata, las preparadas para sus esponsales del día siguiente, su noche de bodas adelantada veinticuatro horas, con otro hombre del que desconocía su nombre pero se había adueñado de su voluntad. Brindaron, bebió aquel vino dulce que la transportaba al interior de sí misma. Escuchó la voz profunda, intensa y sensual de su improvisado esposo hablando la lengua de los dioses, la lengua que aprendió de Bohyne, la diosa que concibió el mundo, el idioma de la creación, y aquellos sonidos que no comprendía curaron el dolor de su cuerpo y lo prepararon para recibir el regalo de la mayor placer absoluto que un ser humano puede soportar. Fue ella entonces la que lo besó y lo lamió, deteniéndole en cada centímetro de piel, la que se subió a horcajadas y se movió sobre él, sintiendo en su cuerpo un orgasmo tras otro, sin poder dejar de moverse hasta que al filo del amanecer el dios del mal depositó en su cuerpo el regalo de su simiente y desapareció de la habitación dejando un beso en los labios de su Esved mientras en la lengua de los dioses la prometía cuidar hasta que el fruto que acababa de sembrar saliera a la vida. Ella cayó rendida en el más profundo y feliz de los sueños.

Volvió a meterse en la bañera helada y a frotarse el cuerpo con el trozo de jabón de lavanda que había utilizado en sus verdaderos esponsales, tan solo unas horas antes. Una sola noche que había cambiado su concepción de la vida. Buscó en su armario el vestido blanco que se pondría mientras oía el golpear de unos nudillos en su puerta. Su madre entró en su habitación mientras aún estaba desnuda con su pelo envuelto en una toalla. Pudo verlo pero no dijo nada, las huellas de aquella noche de rabiosa pasión junto a aquel hombre de ojos sin esclerótica. La ayudó a vestirse en silencio, peinó su pelo y la adornó con una corona de violetas. No necesitaba maquillaje, su piel era perfecta, con el frescor que tiene la dermis en sus dieciocho vueltas solares. La música sonaba fuera de su alcoba, todo el mundo la estaba esperando, aunque Esved no sentía nada, toda su mente se concentraba en aquel sueño que había tatuado en su piel los signos del reino de las tinieblas, cuatro rayas en sus muslos, un perfecto círculo en su seno, una cruz gamada casi imperceptible al lado de su pubis. Los cuatro niveles del infierno y la llave de entrada al averno, la marca del dios del mal, la cruz que llevarían sus descendientes. Como una autómata camino hacia al altar en donde su padre entregaría su cuerpo y su vida al que sería su marido, ya nada la volvería a pertenecer, su voluntad, su inocencia y su niñez se había ido junto a aquel ser que apareció y desapareció de la nada. Se cumplió el ritual, unieron sus brazos, bebieron de la misma copa con sus gotas de sangre, ahora eran un matrimonio, uno de tantos que había en su pueblo. Aquel día pasó como un suspiro, entre nieblas, entre música, entre absoluta falta de ilusión, hasta que llegó la noche de su segundos esponsales.

Abrió la puerta de sus aposentos con una palidez mortal, medio desnuda, despeinada, con un infinito dolor clavado en sus pupilas. Todo el mundo se asustó al oír sus gritos desgarrados y entró a ver lo que había ocurrido. Allí estaba el cadáver de su desposado, envuelto en las sábanas revueltas, aún caliente pero sin respiración, sin latido cardiaco, sin un ápice de vida. Esved era viuda e incapaz de articular palabra. Él había vuelto, había entrado en su alcoba como en la noche anterior cuando su esposo intentó consumar el matrimonio. Los mismos ojos, su mismo cuerpo perfecto pero intangible, traslúcido, convertido en el aire que respiró su marido reventando su corazón por dentro. No pudo tocarla, Bozysin volvía a proteger a su esposa, a su hijo, a su línea genética, a su herencia en la tierra de Bohyne, de su amada y odiada diosa, su creadora, su madre, su adúltera Dueña y Señora. Esved puso su boca en la de aquel cadáver para que el espíritu del propietario de su voluntad entrara en ella y gritó de dolor cuando lo vio salir por la ventana sin que pudiera seguirlo. Aquel fue el dolor que todo su pueblo pudo ver en sus ojos mientras la tierra de la diosa creadora recibía en su seno aquel cuerpo sin vida.