domingo, 14 de febrero de 2016

Génesis XI


En el segundo parto de Boyne nació una mujer, la primera hembra con dos líneas genéticas, una preciosa niña, blanca con los ojos color cielo. Nebeoci nació mientras Ceres y la luna estaban alineados con la tierra en una cálida noche de primavera. Llevaba el carácter creador de su madre y el indómito de sus abuelos los dioses, jamás doblegó su voluntad a la de ningún hombre ni bestia. Mucho más astuta, seductora y perspicaz que el resto de los hijos mortales de la diosa creadora, para ella todo era natural y sencillo. Con una enorme capacidad de análisis, dejaba boquiabiertos a sus hermanos cuando discutía con ellos. Desde pequeña se convirtió en la niña mimada de Adán, que la consentía todo lo que deseaba hacer. Con el tiempo se convirtió en una hermosa mujer, tan peligrosa como su misma madre porque nació con el don de la predicción. Nada podía ocurrir fuera de sus ojos, el futuro se presentaba ante ella con la misma naturalidad que las gotas de lluvia o la luz del sol.

Ocurrió una mañana en la que Ceres y la luna volvían a estar en conjunción, olía al fuego sagrado, sonaba el agua en corrientes dentro de la tierra, la misma que alimenta los árboles que Bohyne mimaba. Los árboles destinados a custodiar su espíritu inmortal.

-       Padre, de mí nacerá la estirpe más poderosa del orbe. Tu descendencia será tan numerosa como las estrellas del cielo, pero la mía someterá a la de mis hermanos. Tengo que irme de aquí, el destino me espera entre tu pueblo natal, ya han evolucionado lo suficiente, lo que madre te hizo a ti bajo el árbol de la creación se ha cumplido también en ellos.

Adán la miró con los ojos vidriosos, porque de toda su descendencia, aquella extraña mujer era su favorita. Su corazón estaba roto pensando que no volvería a abrazar a su amada hija, pero el destino debía cumplirse.

-       Quédate hasta mañana conmigo y parte después, permanece hasta ese momento a mi lado, mi corazón me dice que nunca volveré a verte. Tu madre llorará cuando vuelva.

Nebeoci preparó una cena a su padre, la cena de la despedida. Había recolectado para él las más delicadas de las hierbas, los más sabrosos de los alimentos que aquel jardín les ofrecía.  Arrancó con delicadeza la trava zapón, la hierba del olvido, la hierba sagrada que solo crecía debajo del árbol en el que Adán fue gestado como hombre, la que todos tenían prohibido tocar, la hierba de la creación.

Envolvió con cuidado extremo las verduras en hojas de parra para cocinarlas como a su padre le gustaban, horneó para él un pastel de carne, preparó una infusión de hierba sagrada. A la hora de la cena tendría la temperatura óptima para maximizar sus propiedades. La ocasión era perfecta, su madre no estaba en Edén, su padre sería para ella en rigurosa exclusiva, su primera y última noche, tal y como ella sabía que ocurriría. Al día siguiente habría partido, sus hermanos no la echarían de menos, eran simples para ella, la más brillante representante de las dos líneas genéticas no volvería a sentir el desprecio de su envidia. Todo estaba preparado menos su cuerpo. Caminó con elegancia hacia la laguna secreta, sus hermanos la vieron desaparecer entre la vegetación, como tantas veces, sin mostrar ni sorpresa ni curiosidad. La laguna era solo suya, nadie más que ella conocía de su existencia en los límites del paraíso. Aquel rincón había sido en su niñez su refugio y su alivio, cada vez que se encontraba pedida iba allí a aliviar sus penas. El lugar en el que más lágrimas había derramado y en el que su espíritu consiguió la fortaleza que ella necesitaba. De adolescente tumbada en la hierba había descubierto su cuerpo, el placer de las caricias esperadas. Era bella, lo sabía, mucho más que bella, absolutamente seductora. El único espejo en el que se había mirado era el de aquellas aguas, pero podía leer en los ojos lascivos de los hombres que visitaban Edén, el deseo contenido de poseerla. Sabía de su capacidad de intimidarlos, de despertar el morbo de la posesión de un ser superior, de la inalcanzable favorita del Señor del mundo, la protegida de Adán, de casi una diosa hecha carne. Ninguno de ellos podía sujetar la mirada de aquellos ojos casi transparentes, ninguno apartar la vista de su pelo rojo y sus curvas de hembra, ninguno hablar sin que su lengua se trabara en su presencia, sin que cualquier cosa que dijeran sonara estúpido delante de aquel ser tan claramente superior.

Se desnudó despacio, dejando caer su ropa en la orilla, quedo desnuda en el lugar que dejaría en breve de ser su mundo. Se destrenzó el fuego de su pelo rizado y suave, con la cadencia del que necesita sentir el tacto en sus dedos. Abrió sus brazos, sus piernas, sus manos, estiró sus dedos, exponiendo al aire cada rincón de su piel y echó la cabeza hacia atrás. Sintió como la brisa se colaba por sus poros, el viento del lugar más sagrado del planeta jugaba con el bello de su cuerpo y casi besaba el de su pubis, haciendo sentir su humedad más palpable. Estaba excitada. Por su cabeza pasaba la imagen del pene de su padre cuando amaba a  Bohyne a la luz de las estrellas. Nebeoci los espiaba escondida viendo besos húmedos, lenguas recorriendo piel, pequeños mordiscos que arrancaban gemidos de placer en ambos. Sabía cuándo sus padres iban a amarse, a la hora y en el lugar exacto. Mientras sus hermanos dormían ella no podía resistirse a ser la espía de los encuentros de sus progenitores. Conocía cada milímetro del cuerpo de ambos, cómo su madre se sentaba a horcajadas encima de su hombre mientras este pellizcaba sus senos, la cara de dulce sufrimiento que tenían cuando estaban a punto de terminar sus encuentros. Ella quería ser su madre, quería cambiarse por ella cada vez que su padre la tocaba, la besaba y apretaba el cuerpo con el de su diosa esposa. Apenas se atrevía a respirar y copiaba las caricias de su padre en su propio cuerpo. La atracción sexual que sentía por él fue en aumento con los años, ningún hombre podría satisfacerla si no era su padre. Los miraba con envidia pero sin celos, y sus dedos se perdían en el rojo intenso de su bello, que se humedecía con su flujo transparente y viscoso, mientras frotaba sus manos con la desesperación del deseo no satisfecho. Sabía de memoria lo que su padre busca a de Bohyne, lo mismo que ella le daría esa noche. Sus sentimientos se mezclaban en el crisol de su mente privilegiada, aunque sabía lo que iba a ocurrir. Casi sin darse cuenta se encontró tocándose como hacía tantas veces con la imagen de su padre penetrándola y moviéndose sobre ella de forma rítmica y suave, sintiendo todo el amor que sólo él podía dar a su diosa. Aquella vez Nebeoci gritó, como lo hacía su madre, como ella no podía hacer por miedo a ser descubierta, y sumergió su cuerpo en la fría laguna, preparándolo para que aquel sueño se transmutara en palpable, tangible y deseada realidad.

Comió todo lo que su hija le ofrecía hasta que el mundo real  dejó de existir a su alrededor convirtiéndose en una niebla en su mente. Trava zapón estaba actuando sobre él. Volvió al despertar de su conciencia, el día en el que la diosa convertida en mujer se unió con él para siempre. Los ojos transparentes de Nebeoci se convirtieron en los ojos verdes de su Bohyne, su pelo rojo en el negro de su diosa. Se acercó a su hija, la rodeo con sus brazos, Adán era un hombre corpulento y Nebeoci mucho más grácil. Sintió la misma protección que tantas veces había sentido en los brazos de su padre, pero aquel abrazo era distinto, más intenso, más íntimo, la piel de Adán buscaba la simbiosis, apretó su pene contra ella, lo sintió dentro de su ropa, duro, caliente y húmedo, el miembro de un hombre buscando a una mujer que aplacara su instinto. La hierba actuaba, y ella sabía lo que estaba haciendo, engañando a su padre para disfrutar de él, en la última noche antes de desaparecer de su vida. Adán buscó su boca, posó sus labios en los de su hija. Nebeoci jugó con su lengua, siendo el calor, la humedad, la marcada diferencia entre la suavidad de la carne y la dureza de la barba, chupó la comisura de sus labios, la sensualidad del esmalte de sus dientes. Con cada una de sus manos posadas en los lados de su cara, lo llenó de besos carnosos, calientes, besos llenos de amor y deseo, de ternura y de calor. Sus dedos jugaron se colaron en su pelo, arañaron de forma imperceptible su cuello mientras su lengua jugaba con sus orejas. Nebeoci reproducía cada gesto de su madre, que tantas veces había visto hacer. Sentía las manos de Adán recorriendo su cuerpo, cómo la respiración se iba haciendo más profunda a medida que se incrementaba su deseo y la sangre se agolpaba en su piel. Podía intuir el por qué su madre había elegido a aquel magnífico ejemplar de macho entre el resto de la humanidad y se había transmutado en mortal por amor a él. Lo chupó, lo besó, le acarició con su pelo suave antes de sentir como su padre entraba en su cuerpo, despacio, con una dulzura absoluta. Aquello no era un acto sexual, era una absoluta comunión de cuerpos, de amor escenificado, un acto casi espiritual. Sintió sus besos mientras se movían en un baile coordinado jamás ensayado. Su piel desesperada por amarle durante años disfrutó de la oportunidad que la hierba del olvido le estaba dando con orgasmos intensos y sentidos que hacían que sus lágrimas resbalaran por sus mejillas. Al final de la noche ella llevaba en su seno a la hija-nieta del primer hombre.

-       Perdóname mi cielo, la última noche contigo y me quedé dormido

-       No importa padre, yo velé tus sueños, estabas agotado

Así fue como Adán nunca supo del engaño ni de la existencia de una nueva estirpe. Quedó llorando en su Edén, mientras su hija amada, idolatrada, mimada hasta el dolor, partía en busca de su destino.