viernes, 31 de julio de 2015

Génesis VI


Había encontrado un lugar para vivir, después de vagar durante eones buscando un sitio adecuado en donde extender el mal que le corroía el alma, de vengarse de sus orígenes. El prototipo más perfecto de los dioses se había revelado contra ellos. Estaba hecho con su esencia, su inteligencia y su poder, le habían insuflado espíritu embadurnando su piel con sudor de dioses, llenando sus pulmones con el mismo aire que Ellos respiraban, mutado con la genética de los Todopoderosos a través de sangre y saliva. Hecho a la imagen y semejanza de aquellas caprichosas deidades, pero solo su producto, era producto de la diosa. Era Bozysin, syn bohyně (*checo), Filiusdai, figlio prediletto della dea ( *latín ) el hijo de los dioses, hijo de la diosa, de su absoluta obsesión por crear. La diosa engendraba de forma obsesiva, materializaba sus erráticas ideas con la misma facilidad que las destruía, creó universos de la nada y criaturas desde el cero absoluto, con la prepotencia se ser quien era, con la soberbia de saberse una mente superior. Todo lo creado lo pulverizaba  con la misma facilidad e inmisericordia absoluta. Pero Bozysin fue distinto, lo creó a su imagen y semejanza cuando era muy joven. A la hora de exterminarlo solo pudo clavar sus dientes en él hasta que la boca le supo a sangre. Fue un momento de debilidad, el imperdonable error de mirarlo a los ojos un segundo antes, no debería haberlo hecho pero ocurrió, hasta los dioses comenten errores y son capaces de sentir misericordia. Desde entonces cada día intentó destruirlo, era su deseo acabar con él, terminando a la vez con la mayor de sus debilidades.

Bozysin fue testigo de la disociación entre la materia y la antimateria, de cada uno de los universos que su ama y señora creaba a su arbitrariedad, con despotismo, solo para matar el tiempo de su consabida y disfrutada inmortalidad. Observó absorto las luces de colores que se formaban al chocar las galaxias, fascinado del encapsulado de la antimateria, de los crujidos que se generan en el vacío más absoluto, de la música generada por el movimiento de las estrellas. Lloró con desconsuelo cada vez que un universo era destruido, cada vez que la diosa lo dejaba solo, cada vez que se sentía y sabía inferior, cada vez que no se sentía amado. Bozysin amaba a la diosa, pero la eternidad le fue volviendo duro y los desprecios malo. La diosa sabía que iba a ocurrir. Las creaciones antojadizas de los dioses siempre daban malos resultados. Había visto juicios a estos ángeles caídos, hijos ilegítimos de los dioses, creaciones imperfectas de su ego. Por eso quiso destruirlo el día que lo creó, y por eso ahora entendía como aquellos seres terminaban por sobrevivir pese a los problemas que daban a sus autores.  Todos terminaban igual, un juicio sumarísimo y una sentencia a ser destruidos. Aquel hubiese sido el destino de Bozysin si la diosa no hubiera desaparecido.

No era la primera vez que su caprichosa y errática creadora desparecía una temporada, pero aquella vez las circunstancias eran un poco distintas. Había un proyecto en marcha, la fecunda mente de su madre tenía un universo con el que divertirse. Esta vez parecía distinto, se había ilusionado de verdad con ese proyecto, se la veía perderse cada día en él y regresar cada noche dejándole solo, a su libre albedrío, teniendo la oportunidad de vagar por el mundo de los seres inmortales, de observar sus comportamientos y escuchar sus conversaciones. Por primera vez era libre. Aquel universo le estaba proporcionando una libertad de la que hasta entonces no había gozado, era su oportunidad de buscar un hueco en el copado estamento divino. Sabía que su juicio no tardaría en llegar y le apremiaba desaparecer y tener así una oportunidad de sobrevivir.  Aun así la esperó y la esperó durante océanos de tiempo y su corazón comenzó a fosilizarse. Su amada, madre, diosa, dueña no volvería jamás, lo había abandonado en el mundo de los eternos, imperecederos, arbitrarios e inclementes dioses. Juró que la encontraría y que nunca dejaría que su amor volviera a partir de su lado.

Bozysin entró en la última creación de la diosa. Ahora entendía la fascinación que había ejercido en ella, el cambio que la había supuesto la creación sublime que estaba contemplando. Aquel universo era enorme, el más grande que su dueña había creado e incluso podía ver como seguía expandiendo sus límites y encapsulando la antimateria. Si alguno de los dioses lo encontrara lo haría contraerse sobre sí mismo, y ninguno de los dos podría regresar. Le iba a costar mucho encontrar a su idolatrada diosa, a su Bohyné, nombre que tan solo susurraba en voz baja cuando nadie le oía. Ahora era un ángel caído perdido en un espacio infinito. Él fue testigo de su génesis, pero no pudo ni siquiera vislumbrar la belleza de aquellas nubes de gases dando lugar a galaxias de infinitas formas y espectros lumínicos. Y aquel ángel caído buscó y buscó por los rincones del universo de su diosa, en cada uno de los planetas que orbitaban en cada una de las estrellas, de cada una de las galaxias, en cada nube de polvo estelar. Sin descanso, de forma obsesiva, buscó y buscó tanto que olvidó lo que estaba haciendo hasta que llegó a una galaxia con dos brazos, y en uno de ellos encontró una estrella de tamaño medio en el que existía un sistema planetario distinto. El tercer planeta era un pequeño diamante de color azul. No buscaría más, si Ella no estaba allí, en ese planeta terminaría su infructuosa búsqueda.

Reconoció el ADN en la vida de ese mundo en los límites de ningún sitio. Su Bohyne estaba allí, en alguna parte, o era seguro que allí había estado. Ese planeta era digno del complejo material genético que él también compartía, una llamada de la sangre en cada planta, animal y bacteria.  Su búsqueda estaba a punto de concluir a un pequeño paso de que su corazón dejara de tener ternura. Recorrió los azules mares, disfrutó de los bancos de peces, del espectáculo de las colonias calcáreas que forman los corales, de las marismas,  de la vida abriéndose paso en condiciones extremas, de los hielos de los polos y los tórridos desiertos, de las selvas, las sabanas y los manglares. Escudriñó en cada ecosistema de aquella joya azul, hasta que llegó a un jardín entre dos ríos. Le costó reconocerla, allí estaba su diosa. Ya no era una diosa joven, cientos de arrugas surcaban su cara. Había perdido la soberbia de los seres inmortales y en sus gestos había una ternura y un amor que él jamás había recibido, ofreciendo cuidados y mimos extremos hacia un ser tan arrugado como ella. Después de tanto tiempo había encontrado a su amada convertida en otra cosa, amando a otra cosa que no supo cómo definir, en un planeta inconspicuo en mitad de una creación caprichosa. En aquel mismo instante su corazón terminó de petrificarse, no podía vengarse de su propia madre, pero sí de sus descendientes. Había encontrado el sitio en el que extender sus alas negras de ángel caído. Buscó su hogar en el incandescente centro de aquella tierra para estar cerca de las que serían sus víctimas. Generación tras generación sopló su aliento maligno sobre los vástagos de las dos líneas genéticas de su odiada ama, diosa y madre, de sus propios hermanos. Y por eso el mal existe en el mundo, la diosa murió siendo mortal y no puede protegernos, y sólo el inmortal  Bohyne campea por el mundo sembrando la discordia. El oscuro ángel caído ganó la batalla al amor de la diosa en su mayor y mejor creación. El regalo del libre albedrío en manos del mal terminó siendo la perdición de lo que el amor había creado. 

 

miércoles, 29 de julio de 2015

Soy de Castilla, soy abulense.


Aparco el coche a la sombra y ando despacio hacia la estación de tren de Ávila. En esta ciudad no se puede andar deprisa, todo tiene su ritmo natural, lejos del forzado ritmo frenético de la capital del reino, a poco más de cien kilómetros de distancia física y a miles de kilómetros en mi cerebro. Hay ruido de coches, pero entre motor y motor puedo escuchar los pasos de mis sandalias sobre los adoquines de piedra en sonido regular y cadencioso. Toda ella es de granito, el asfalto en un invento moderno que ahoga el alma de esa ciudad hecha a base de rocas. Se abren las puertas automáticas de cristal cuando el detector de la puerta se percata de mi presencia. Un rasgo de modernidad dentro de un lugar en el que el tiempo pasa de otra forma sin llegar a detenerse. Un guiño al nuevo siglo en un lugar vetusto. Una sola sala de techos casi eclesiásticos y allí están, esas dos pinturas en ocre, una frente a la otra. Existen tantas iglesias que parece que el edificio de la estación se resiste con soberbia a no parecer otra. No puedo entrar en esa sala sin que mis ojos se detengan en esas paredes y disfrutarlas por lo menos durante diez segundos. El campesinado abulense. Son casi mías, porque veo a mis abuelos reflejados en ellas, y casi como en una oración me veo obligada a susurrar el nombre de los cuatro. En una de las pinturas solo hay figuras con su traje tradicional, en el  otro lado campesinos con el fondo de la muralla. Tapados de la cabeza a los pies para resguardarse del frío invernal y del sol de verano. Caras enjutas, serias, caras acostumbradas al sacrificio, al hambre, a los rigores y pruebas de la vida y de la muerte. Imágenes gigantes a las que me siento unida, efigies que son Yo hace cien años, cuando no había coches, ni puertas de cristal con detectores, ni supermercados en los que ir a comprar el último capricho que se nos pasa por la cabeza, en las que el hambre era real, y la esperanza de una vida mejor solo alcanzable con la muerte. Cien años no es nada en la historia de la Tierra, ni siquiera en la historia del hombre, pero en esas inamovibles imágenes el tiempo se multiplica. Estoy demasiado cerca y demasiado lejos de esos hombres que apoyan su mano en el hombro de su mujer y me miran impasibles a través del tiempo y de la pintura ocre. Estoy allí pintada, con la muralla de fondo, esa mujer también soy yo a través del tiempo. Cambio mis dolores de cabeza por sus dolores de espalda, mis prisas por llegar a todo, por su silla a la puerta de casa zurciendo la ropa de su familia, mis reuniones por sus ratos en el huerto. Y aquella vida me parece impensable, ficticia, tan alejada de mí que me cuesta trabajo pensar que no dejo de ser un producto evolucionado de aquel tiempo. La muralla dejó de ser un elemento de defensa para ser uno de turismo. Una ciudad constreñida al sus límites, construida incluso con estelas funerarias. Testigo impasible de las generaciones que se van sucediendo, de la religiosidad casi obscena que se respira en cada rincón. Todo aquello en aquella pintura ocre que me pone los pelos de punta y con la que conecto mientras en la megafonía se anuncia el tren que proviene de Valladolid… bajo mi cabeza al siglo XXI y continúo con mi vida.