viernes, 22 de enero de 2016

Génesis X


Sus manos y sus tobillos dejaron de sentir el mordisco frío de hierro y sus pies ensangrentados se elevaron del suelo. En sus oídos solo un nombre, Rozmer, el nombre que el Spectra Blasny había hecho tatuar en la piel de cada humano que habitaba la tierra, en cada plaza conquistada, en cada blasón que blandían los ejércitos de la reencarnación del mal. La muerte de aquella reina madre había desatado la Guerra de las guerras, y era ése y no otro el nombre que Metla susurraba en su oído junto a palabras que no podía entender pero que curaban su piel de las llagas de los grilletes que había arrastrado por el camino. Ada no comprendia lo que estaba sucediendo a su alrededor cuando el mundo cayó rendido a los pies de ella, la nueva reina.

Sintió la sangre en sus papilas cuando mordió los labios de esa boca separada del cuerpo. Un fluido rojo, caliente, viscoso, de olor salado, resbalaba por sus brazos mientras acunaba la cabeza de su amor, la misma que la noche dirigía el ejército de la alianza de hombres libres. La espada de Metla había roto la única esperanza de la especie mimada de Bohyne, frente a la fiereza de los ejércitos del hijo del ángel oscuro. Ni siquiera pudo gritar, su voz se fosilizó en sus cuerdas vocales y sus lágrimas se le enquistaron en los ojos. Solo bebió la sangre de los labios que había besado hasta el dolor en la última etapa de su vida. Todo estaba perdido, respiraba estando muerta, nada ya podría interponerse entre la simiente de Bozysin y la esclavitud de la doble línea de la diosa creadora. Toda la tierra acababa de ser conquistada con aquel toque de espada que decapitó la esperanza. Joas estaba muerto, y ni siquiera tendría el consuelo de llorar sobre la tierra que arropaba su cuerpo. Bozysin pinchó sus restos en una pica como trofeo a su absoluta victoria y comida de los buitres, aquella carne no descansaría en el seno de la diosa madre.

Joas nació el día oscuro, minutos después de que Bozysin permitiera que los rayos de sol volvieran a alimentar la tierra. Se abrió paso por el cuerpo semicálido aún del cadáver de Esved. El milagro de no ser arrebatado a las alas de la muerte se extendió por los pueblos de los alrededores. Huérfano de padre y madre antes de nacer, criado por sus abuelos, que sabían de la existencia del mal profetizado, pero que no pudieron encontrarlo en ninguna de sus acciones. Su piel no envejecía ni se quemaba, ninguna enfermedad sufrió su cuerpo, ningún hematoma en su superficie, ninguna herida laceró su piel, proactivo, caritativo, con inteligencia preclara y perfección casi insultante. El nacido después de la gran oscuridad se convirtió en el líder de su pueblo tras casarse con la hija mayor del antiguo rey.   

Nunca fue feliz hasta que Ada se cruzó en su camino. El rey le obligó a casarse con su hija Nátisis. Fue una boda de estado provocada por el miedo a la pérdida del trono. El poder se alía con el poder, un rey astuto no podía permitir tener un enemigo tan grande. Incorporarlo a su familia era la alternativa óptima. Al principio la convivencia con la princesa fue llevadera. Nátisis quería un heredero, una continuidad en la línea sucesoria de la que ella era única representante, no un bastardo, sino un hijo nacido de la legitimidad de un matrimonio. Fue dulce hasta que sucedió, el vientre de la princesa se hinchó, portando sin saberlo también la simiente de Bozysin, la tercera línea genética, sembrada por Joas. Ya no tenía que seguir soportando a ese marido impuesto por su padre y sabiéndose poderosa empezó a humillarlo en su última semana de gestación. Desde entonces la vida de Joas se convirtió en un infierno, no podía hacer nada con aquella princesa que en privado lo vejaba, en público lo exhibía como un trofeo y que estaba perdiendo la perspectiva de lo que era o no correcto. Joas lloró muchas noches. Líder de los hombres y humillado por su propia esposa, abandonó su mente a la negra suerte que el destino le había proporcionado. Nunca volvió a yacer con ella por miedo a que un nuevo hijo le hiciera la vida aún más insoportable, Nátisis chilló, lloró, lo golpeó, amenazó y trató de engañarlo, pero nunca volvió a tocarla. Pasaron los años y la maldad de su princesa iba en aumento, mientras inconsciente de su inmortalidad, Joas soñaba con ser un campesino anónimo, sin más responsabilidad que alimentar a su familia y el premio de volver a su casa por la noche y ser recibido con una sonrisa por alguien que lo amara.

Ada apareció el día en el que Joas quiso poner fin a su existencia. Ignorante de su condición de hijo del ángel caído, ensilló su caballo y se fue al jardín entre dos ríos a terminar con su vida. El destino quiso que Ada pasara cuando su cuello colgaba de una gruesa soga en la rama del árbol de la creación, el mismo bajo el que el primer hombre fue elevado a tal mientras dormía bajo su sombra. Ada, descendiente directa de Adán, el hombre que enamoró a la diosa volviéndola mortal, partió la cuerda haciendo caer su cuerpo al suelo. En el mismo momento en el que ésta hería sus manos con la aspereza de la cuerda y el filo frío de su arma, creyó ver como brotaban dos alas sucias y rotas del color del cielo plomizo de una tormenta de otoño, durante un segundo casi pudo notar el contacto de esas plumas grises en su mejilla mientras se desvivía por cortar con  aquella cuerda que estaba volviendo azul el rostro de ese hombre. Fue este gesto de auxilio elemental lo que unió sus vidas.    

En el reino todo el mundo buscó a Joas sin encontrarlo. Nátisis vistió de negro y araño su cara esperando así el consuelo de las muestras de duelo que no necesitaba. Despreciaba a su marido, pero flotaba en el gusto morboso de sentirse protagonista de una preocupación incapaz de sentir. Tenía lo que necesitaba, el hijo que siguiera con su linaje, no necesitaba a un advenedizo usurpador de tronos y huérfano póstumo de ambos progenitores. Aquella humillación jamás se la perdonaría a su padre el rey. Ella era de sangre azul y había sido entregada como una ramera a los brazos de un plebeyo. Si Joas no aparecía, mucho mejor, si lo habían devorado las alimañas del bosque su vida podría terminar haciendo lo que siempre había soñado, fuera de las ataduras de unas obligaciones conyugales que odiaba. Así, de día ejercía de reina viuda, inconsolable en su dolor, luciendo las ojeras que las noches de lujuria con los capitanes de su guardia tatuaban debajo de sus ojos. Tomó las riendas del reino con necedad y despotismo, con la misma arbitrariedad caprichosa con la que decapitaba a los amantes que no satisfacían su insaciable sexualidad. Nunca aquel reino lloró tanto la pérdida de un buen rey y la ascensión de su antítesis en el trono. Ni los rumores de las conquistas de Metla sacaron a Nátisis de sus desvaríos y sus excesos. Pero Joas nunca volvió a aparecer por el castillo.

Ada llevó al rey a su cabaña en el bosque, buscó aloe vera, sábila y manzanilla para hacer un emplasto que aplicar al cuello de aquel hombre. Pero cuando volvió a su cabaña le encontró partiendo leña en la puerta. Nadie podía recuperarse tan rápido, ni siquiera con los cuidados de una experta fitoterapeuta como ella. Nadie a menos que aquel hombre fuera Joas, la leyenda fuera cierta y las alas que vio mientras descolgaba su cuerpo no fueran un espejismo fruto de la tensión del momento. Se acercó a él, cayó de rodillas, humilló sus ojos y extendió sus palmas al cielo, en señal de total sumisión. Joas se arrodilló junto a ella y escuchó una voz intensa, profunda y sensual, absolutamente masculina que le decía. Soy yo el que tengo que estar agradecido. Entró en aquella cabaña olvidándose de su condición de rey para vivir como un humano más.   

Joas observó en la distancia como la reina se convertía en un títere de la alianza de las diez familias, y como el poder de los líderes terrenales iba descendiendo, mientras en las manos de Metla y bajo su férreo yugo, la libertad de los pueblos se convertía en polvo al viento. La esperanza del mundo libre, el hermano de sangre del Spectra Blasny, nacido en la luz, se escondía en el bosque. Intentó vivir feliz fuera de todo contacto con el exterior, pero hasta en lo más escondido del bosque se sentía el descontrol que la reina Nátisis imprimía a su gobierno. Los campesinos que no podían pagar los abusivos impuestos a los que eran sometidos, terminaban expropiados y viviendo en el bosque de forma clandestina, huyendo antes de ser vendidos como esclavos. La costumbre bárbara del comercio humano se volvió a imponer en el reino. Aquella masa forestal dejó de ser un paraíso para el espíritu torturado de Joas y tuvo que compartirlo con los que en un pasado fueron sus súbditos y ahora sus vecinos. Su misericordia le obligó a acoger y a ayudar todo el que entraba en su improvisado nuevo feudo. Venían en penosas condiciones, desnutridos, sucios y desamparados. Allí volvió a brillar su liderazgo natural, el de las tres líneas, el mismo que tenía Metla, su hermano, nacido en el mismo parto del mismo vientre. Entre aquel grupo humano de desterrados, perseguidos y desheredados seres, Joas, sin pretenderlo, volvió a convertirse en el referente que ya era antes de que el miedo del rey le convirtiera en lo que jamás pretendió, el esposo de una caprichosa y los hombros sobre los que descansaban las decisiones de estado. Los enseñó a vivir en el bosque, a construir cabañas, a camuflarse entre las ramas, a pelear, los devolvió la fe en sí mismos y la dignidad de hijos de Bohyne, herederos comunes de su línea genética. Ellos en agradecimiento por el don de la vida que creían perdida, adoptaron el nombre de Joasther, los hijos de Joas, hijos también de Ada, de su Ada, de su salvadora, de aquella mujer con la que compartía cada minuto de su tiempo.   

Los Joasther se hicieron numerosos, el bosque se les quedó pequeño para acoger a tantos seguidores que juraban lealtad hasta la muerte. Inundaron las cuevas de las montañas de los alrededores e incluso se juntaron con los campesinos de los pueblos, los herreros, los pastores y los comerciantes. Creció su poder en la semiclandestinidad y Joas perdió su invisibilidad y su anonimato. Nátisis volvió a saber de su existencia y juró que vería su cabeza encima de una bandeja de oro, recién arrancada por el filo de su propia espada. El odio y el rencor se apoderaron de ella. Escupió palabras contra aquella puta del diablo que había seducido a su legítimo marido, deseaba más que nada verla sufrir en una tortura inmisericorde, ver su cara cuando el verdugo la infligiera más allá del dolor que un ser humano pudiera soportar. Aquel fue el principio del fin de su reino, dejó todo el control en las manos de Metla, el brazo armado de las diez familias, que enloquecido por la muerte de Rozmer, daba rienda suelta a su crueldad. La reina se lanzó a la caza de su adúltero esposo y su amante como absoluto y preferente razón de existir.

Los quería vivos,  ver en sus ojos el terror del dolor extremo. Se escondían en el bosque sagrado, el del árbol de la creación, todo el reino lo sabía, ni aquella panda de piojosos ni lo sagrado de aquella tierra iba a impedir que ejecutara su venganza. Aquello no iba a ser impedimento para entrar allí y capturarlos. Eligió a sus mejores generales para la tarea, arrasaría aquel lugar si fuera necesario, con el milenario árbol de la vida y con cualquier otra cosa que se interpusiera entre ella y sus deseos. En un intento desesperado por acelerar la captura, mandó prender fuego al bosque. Todo ardió, cada matorral, cada árbol, cada brizna de hierba fue pasto de las llamas. Muchos se esos árboles habían sido plantados y cuidados por la diosa creadora en el tiempo en el que vivió en su cuerpo mortal junto a su amado Adán. En muchos de ellos habitaba su espíritu, fosilizado en las raíces profundas, aquel bosque era el acervo genético primitivo del planeta, el lugar donde Ella decidió habitar. El humo liberó el debilitado espíritu de la diosa, que escapó por el aire hacia el indestructible árbol de la creación. Su alma fue reconstruida, Bohyne volvía a la vida en estado etéreo. Se impulsó fuera de la gravedad terrestre hasta Ceres, su amado planeta, esperando hacerse fuerte, recuperar su divinidad y volver a ser una deidad inmortal. Había estado demasiado tiempo fuera de los asuntos de su línea genética, volvería cuando fuera el momento. Todo el reino pudo ver como un gigantesco haz de luz blanco se perdía más allá de la atmósfera terrestre. Nátisis sin saberlo había liberado a la diosa para los hombres.

La reina enfermó junto a todo su ejército, todo su cuerpo se llenó de pústulas verdes que evolucionaron a convertirse en llagas, nadie más se contagió de aquella enfermedad. Gritó de dolor, pero ni un solo remedio pudo calmar aquella venganza de la diosa creadora. Habían destruido su feudo y Ella ahora destruía sus cuerpos. Aquella innombrable enfermedad hizo que perdieran todo el cabello y cada uno de los dientes, y que cada bocanada de aire que entrara en sus pulmones fuera plomo hirviendo en sus gargantas. Unos a otros se pedían la muerte a espada, pero no tenían fuerza para empuñarlas. Estaban malditos, nadie les ayudó… Nátisis murió entre gritos junto a todo su ejército y la tierra quedó en manos de Metla, mientras su hermano Joas acaudillaba a los hombres libres. Los dos representantes de la tercera línea genética, ignorantes de su condición de hijos de Bozysin, enfrentados en una contienda. Luz contra oscuridad, libertad frente a esclavitud, ángeles contra demonios, la historia la escribiría un hermano con la sangre fresca del otro.    

Joas dividió su vida. Los días eran para sus amados Joasther, pero las noches eran para su Ada, la única razón por la que estaba vivo. Nada podía curar más su alma que el amor incondicional que aquella criatura le procesaba y que él respondía en cada gesto. Por Ada, Joas dirigía la guerrilla, por Joas, Ada manejaba la espada con el más feroz de los guerreros. La vida les concedió el más tumultuoso de los tiempos para conocerse y amarse. Aquellos dos intensos seres, estaban llamados a cambiar la historia, a que su paso por la tierra no quedara en una mera estancia borrada por la brisa del tiempo. Todo resumido en una sola frase ‘’todo contigo, nada sin ti’’. Soñaban con la tierra en paz que tendrían después de victoria sobre el Spectra Blasny, en envejecer juntos y ver crecer a unos hijos que aún no tenían. Ellos se retirarían a un lugar tranquilo cerca del mar y disfrutarían por fin de aquella paz que la vida les estaba negando. Por eso  su corazón se partió acunando la cabeza de su ángel de alas rotas. Todo estaba perdido. Todo dejó de tener sentido, la voz de Metla ungiéndola reina del orbe entraba en su cabeza como un eco. Las noches con el dueño absoluto del destino de los hombres, pasaban por su vida en imágenes inconexas, su cuerpo era laxo a las caricias y a los cuidados. Muerta en vida y dueña sin percatarse de la reencarnación del mal, como antes lo fue de su hermano. Solo recobró la consciencia cuando con la espada en la mano rasgo la mejilla del autor de su desgracia y la cabeza del tirano rodó por el suelo en medio de un silencio estremecedor.


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