Nadie pudo pensar que aquel perfecto bebé que acababa de nacer se convertiría en el jefe militar del mayor ejército del mundo antiguo. Lloró por primera vez mientras el sol se oscurecía en todo el orbe tapado por las alas de su padre, el ángel caído, el demonio de la oscuridad, el temido Bozysin. Asistió al parto desde el oscuro cielo, al nacimiento de su hijo, su simiente en la tierra, a los chillidos de su madre partida de dolor por las contracciones de su útero y a cómo una ser perfecto salía al mundo ungido de líquido amniótico. Aquel neonato chilló de dolor cuando el aire del mundo de Bohyne entró por primera vez expandiendo sus alveolos pulmonares. Lo lavaron sin percatarse que la cruz gamada signo del mal aparecía en su arrugada piel. Se lo entregaron a la joven madre que esperaba para amamantarlo y todos desaparecieron de la estancia. Metla succionó de sus pechos mientras Esved apretaba los dientes recuperándose del dolor de que su cuerpo expulsara su fruto y del que le infligía aquella criatura que absorbía leche en su boca desdentada con crueldad instintiva. Bozysin apareció en la estancia en donde su hijo se abría a la vida. Ella lo reconoció por sus ojos, esos dos carbones encendidos, los mismos que la miraron cuando su hijo fue concebido, en el mayor instante de placer absoluto que un ser humano puede soportar en su carne. Esos ojos que buscó de forma desesperada para calmar la adicción a esa satisfacción inmensa que había sentido, mientras el hijo del propietario de aquellas pupilas ocupaba como dueño universal el hueco de su vientre y ella soportaba el peso de aquel nuevo ser al que transportaba con lealtad enfermiza. Entonces lo entendió, y una sola lágrima negra salió de sus ojos. La profecía se había cumplido, ella había sido el vector para que la sangre del dios del mal se encarnara en la tierra. Se levantó a por una espada para matar al engendro que había gestado, pero antes de que pudiera salir de su cama, Bozysin y Metla habían desaparecido. El ángel caído vino a reclamar lo que era suyo. Esved cayó muerta, mientras de su cuerpo salía Joas, en no reclamado, el honesto portador de la tercera línea del que nadie sabía su existencia, el hermano que labraría la desgracia de Metla.
He aquí tu humilde esclava, hágase lo que dijo tu voz, se cumplan en mí los designios de tu voluntad, entre en mi vientre el vínculo con el hombre; que tu encarnación se extienda por toda la faz de la tierra. Abrió los ojos muy dulcemente, era el día de su enlace matrimonial, la habían dejado dormir más que otros días para que su piel luciera radiante en una mañana tan especial en su vida. Había tenido un sueño extraño, tan real que le costaba creer que solo pertenecía a su mente. Aquellos ojos la seguían excitando hasta la última célula de su cuerpo, ardía su corazón, sintió humedad entre sus piernas, mucha más de la que producía al excitarse y dar suelta a sus fantasías en la soledad de su alcoba. Estaba desnuda y despeinada, no recordaba haberse acostado así, había sangre en sus sábanas y un hematoma del tamaño de la huella de un pulgar orlaba uno de sus pezones, se encontró cuatro arañazos paralelos en la parte interna de su muslo izquierdo. Había descubierto los signos de que aquel sueño no había sido tal, había yacido con un varón la noche anterior a su boda, por primera vez, y aquella humedad no era el flujo de su cuerpo, olía más fuerte, más a hombre, aquella humedad era parte del semen que aquella irresistible criatura había depositado dentro de su cuerpo. Aquella sangre era su himen roto. Todo era tan real y tan onírico que le hubiera costado distinguir si fue o no una locura de su mente aturdida, si no hubiera sido por aquellas marcas tan obvias que habían aparecido en su cuerpo y en su cama.
Era su fiesta pero se retiró
temprano. Sus padres prepararon un banquete para honrar a la familia de su
prometido. Acababa de cumplir la mayoría de edad. La tradición imponía que la
boda fuera el día en el que el la tierra completaba dieciocho vueltas sobre el
sol, desde el día del primer lloro del bebé hembra. Aquel día era mañana,
apenas conocía al hombre con el que compartiría mesa y cama a partir de entonces,
sus padres lo habían elegido para ella el año anterior. Aquella era su última
noche en la soledad de su cuarto. Se cumplía la tradición, si así estaba
estipulado, así se haría. Sintió un escalofrío de indignación, no era justo,
era su vida, da igual lo que sus padres la amaran, no tenían derecho a
condenarla a un matrimonio con un hombre por el que no sentía nada. Apretó los
dientes y fue a disfrutar de sus últimas horas de la libertad que le aportaban
las cuatro paredes que constituían el más íntimo de sus mundos. Sus
progenitores habían elegido a aquel hombre para ella, para escapar del oráculo,
su madre en trance místico había profetizado que su hija pariría al primogénito
de la tercera línea genética. Calló el horror de augurio durante años, compartiendo
el oscuro secreto solo con su marido, y aquel día lo hizo con su hija para
acallar sus protestas ante la arbitraria unión a la que iban a someterla,
aunque su corazón sabía que los oráculos no mienten y que su nieto estaba
llamado a ser el portador sin que nada pudiera evitarlo.
Esved se metió en la bañera
helada y tembló de frío, se frotó su cuerpo con una esponja y jabón con olor a lavanda,
tanto que su piel enrojeció mientras de su cara se desprendían lágrimas de pura
frustración. La tradición también la regalaba estas últimas horas de reflexión
antes de entrar en el mundo de los adultos, y las aprovecharía, pese que en su
puerta montaban guardia los hermanos de su futuro marido. Salió de la bañera y
unos brazos la envolvieron en una toalla. Sintió el calor de aquel cuerpo a
través de aquel trozo de tela. Aquel cuerpo la consolaba en el ambiente de
penumbra que habían creado las velas que flameaban encima de la mesa. Cerró los
ojos sintiendo el mimo de la tela secando las gotas de agua que perlaban su torso. No sabía quién estaba detrás de
aquellas cálidas manos que traían alivio a su helada dermis, aliento a su
espíritu y sedación a su indignada visión de futuro. Cada pliegue de su piel,
cada pelo de su cabello fue mimado, cuidado y acariciado por la seda de
aquellas manos. Pidió que aquel instante de sensualidad extrema no acabara
nunca. Abrió los ojos para encontrarse con dos carbones encendidos que la
miraban con absoluta pasión. Su vientre se contrajo y un puño de hierro apretó
su estómago. Aquello superaba cualquier fantasía que hubiera tenido en la
soledad de aquella alcoba. Un ser hermoso, con una sexualidad categórica,
tajante, rayando el despotismo, la abrazaba con la mezcla óptima de delicadeza
y firmeza. Se sintió transportada más allá de lo racional por el poder de aquel
hombre que apretaba sus nalgas entre sus manos atrayéndola para que sintiera su
sexo duro en el exterior de su cuerpo. Sus
ojos…, no podía dejar de mirarlos, pura fuerza, puro delirio, los ojos de un
líder, de alguien acostumbrado a dar órdenes, los ojos de un inmortal, nada
escapaba a aquella mirada que se le diseccionaba el cerebro y se hacía dueña
definitiva de su voluntad. Su cuerpo se preparaba para amar a aquel magnífico
ejemplar de macho humano, el olor a limpio de su cuerpo y a menta de su boca.
Mezcla de salivas, juego de lenguas, la sangre de Esved se agolpó en la parte
exterior de su cuerpo, no era rubor el rojo de sus mejillas, era irresistible
deseo por aquel ser tan desnudo como ella. La llevó en brazos a su cama, y la
depositó suave encima del colchón, la cubrió de besos… no hubo un centímetro de
su cuerpo en el que no sustituyera el olor a lavanda por el mentolado de su
saliva. Sintió sus pezones amasados por los dedos suaves y firmes de su amante
desconocido, de cómo mamaba de sus pechos sin haber tocado aún su sexo que
estaba esperando su turno con impetuosa desesperación. Unos dedos subiendo por
la cara interna de sus muslos, sintiendo una uñas que le hacían desear más lo
que estaba a punto de ocurrir. Bozysin rompió su himen y bebió la sangre de sus
dedos. Le dolió, mucho, cerró rápido las piernas y su amante desapareció de
pronto de su cama. Ni siquiera se planteó que al día siguiente debía dar una
explicación de esto. Volvió a ver sus ojos, en sus manos dos copas de vino en
dos copas de plata, las preparadas para sus esponsales del día siguiente, su
noche de bodas adelantada veinticuatro horas, con otro hombre del que
desconocía su nombre pero se había adueñado de su voluntad. Brindaron, bebió
aquel vino dulce que la transportaba al interior de sí misma. Escuchó la voz
profunda, intensa y sensual de su improvisado esposo hablando la lengua de los
dioses, la lengua que aprendió de Bohyne, la diosa que concibió el mundo, el
idioma de la creación, y aquellos sonidos que no comprendía curaron el dolor de
su cuerpo y lo prepararon para recibir el regalo de la mayor placer absoluto
que un ser humano puede soportar. Fue ella entonces la que lo besó y lo lamió,
deteniéndole en cada centímetro de piel, la que se subió a horcajadas y se
movió sobre él, sintiendo en su cuerpo un orgasmo tras otro, sin poder dejar de
moverse hasta que al filo del amanecer el dios del mal depositó en su cuerpo el
regalo de su simiente y desapareció de la habitación dejando un beso en los
labios de su Esved mientras en la lengua de los dioses la prometía cuidar hasta
que el fruto que acababa de sembrar saliera a la vida. Ella cayó rendida en el
más profundo y feliz de los sueños.
Volvió a meterse en la bañera
helada y a frotarse el cuerpo con el trozo de jabón de lavanda que había
utilizado en sus verdaderos esponsales, tan solo unas horas antes. Una sola
noche que había cambiado su concepción de la vida. Buscó en su armario el
vestido blanco que se pondría mientras oía el golpear de unos nudillos en su
puerta. Su madre entró en su habitación mientras aún estaba desnuda con su pelo
envuelto en una toalla. Pudo verlo pero no dijo nada, las huellas de aquella
noche de rabiosa pasión junto a aquel hombre de ojos sin esclerótica. La ayudó
a vestirse en silencio, peinó su pelo y la adornó con una corona de violetas.
No necesitaba maquillaje, su piel era perfecta, con el frescor que tiene la
dermis en sus dieciocho vueltas solares. La música sonaba fuera de su alcoba,
todo el mundo la estaba esperando, aunque Esved no sentía nada, toda su mente
se concentraba en aquel sueño que había tatuado en su piel los signos del reino
de las tinieblas, cuatro rayas en sus muslos, un perfecto círculo en su seno,
una cruz gamada casi imperceptible al lado de su pubis. Los cuatro niveles del
infierno y la llave de entrada al averno, la marca del dios del mal, la cruz
que llevarían sus descendientes. Como una autómata camino hacia al altar en
donde su padre entregaría su cuerpo y su vida al que sería su marido, ya nada
la volvería a pertenecer, su voluntad, su inocencia y su niñez se había ido
junto a aquel ser que apareció y desapareció de la nada. Se cumplió el ritual,
unieron sus brazos, bebieron de la misma copa con sus gotas de sangre, ahora
eran un matrimonio, uno de tantos que había en su pueblo. Aquel día pasó como
un suspiro, entre nieblas, entre música, entre absoluta falta de ilusión, hasta
que llegó la noche de su segundos esponsales.
Abrió la puerta de sus aposentos
con una palidez mortal, medio desnuda, despeinada, con un infinito dolor
clavado en sus pupilas. Todo el mundo se asustó al oír sus gritos desgarrados y
entró a ver lo que había ocurrido. Allí estaba el cadáver de su desposado,
envuelto en las sábanas revueltas, aún caliente pero sin respiración, sin
latido cardiaco, sin un ápice de vida. Esved era viuda e incapaz de articular
palabra. Él había vuelto, había entrado en su alcoba como en la noche anterior
cuando su esposo intentó consumar el matrimonio. Los mismos ojos, su mismo
cuerpo perfecto pero intangible, traslúcido, convertido en el aire que respiró
su marido reventando su corazón por dentro. No pudo tocarla, Bozysin volvía a
proteger a su esposa, a su hijo, a su línea genética, a su herencia en la
tierra de Bohyne, de su amada y odiada diosa, su creadora, su madre, su adúltera
Dueña y Señora. Esved puso su boca en la de aquel cadáver para que el espíritu
del propietario de su voluntad entrara en ella y gritó de dolor cuando lo vio
salir por la ventana sin que pudiera seguirlo. Aquel fue el dolor que todo su
pueblo pudo ver en sus ojos mientras la tierra de la diosa creadora recibía en
su seno aquel cuerpo sin vida.
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