Aparco el coche a la sombra y
ando despacio hacia la estación de tren de Ávila. En esta ciudad no se puede
andar deprisa, todo tiene su ritmo natural, lejos del forzado ritmo frenético
de la capital del reino, a poco más de cien kilómetros de distancia física y a
miles de kilómetros en mi cerebro. Hay ruido de coches, pero entre motor y
motor puedo escuchar los pasos de mis sandalias sobre los adoquines de piedra
en sonido regular y cadencioso. Toda ella es de granito, el asfalto en un
invento moderno que ahoga el alma de esa ciudad hecha a base de rocas. Se abren
las puertas automáticas de cristal cuando el detector de la puerta se percata
de mi presencia. Un rasgo de modernidad dentro de un lugar en el que el tiempo
pasa de otra forma sin llegar a detenerse. Un guiño al nuevo siglo en un lugar
vetusto. Una sola sala de techos casi eclesiásticos y allí están, esas dos pinturas
en ocre, una frente a la otra. Existen tantas iglesias que parece que el
edificio de la estación se resiste con soberbia a no parecer otra. No puedo entrar
en esa sala sin que mis ojos se detengan en esas paredes y disfrutarlas por lo
menos durante diez segundos. El campesinado abulense. Son casi mías, porque veo
a mis abuelos reflejados en ellas, y casi como en una oración me veo obligada a
susurrar el nombre de los cuatro. En una de las pinturas solo hay figuras con
su traje tradicional, en el otro lado
campesinos con el fondo de la muralla. Tapados de la cabeza a los pies para
resguardarse del frío invernal y del sol de verano. Caras enjutas, serias,
caras acostumbradas al sacrificio, al hambre, a los rigores y pruebas de la
vida y de la muerte. Imágenes gigantes a las que me siento unida, efigies que
son Yo hace cien años, cuando no había coches, ni puertas de cristal con
detectores, ni supermercados en los que ir a comprar el último capricho que se
nos pasa por la cabeza, en las que el hambre era real, y la esperanza de una
vida mejor solo alcanzable con la muerte. Cien años no es nada en la historia
de la Tierra, ni siquiera en la historia del hombre, pero en esas inamovibles
imágenes el tiempo se multiplica. Estoy demasiado cerca y demasiado lejos de
esos hombres que apoyan su mano en el hombro de su mujer y me miran impasibles
a través del tiempo y de la pintura ocre. Estoy allí pintada, con la muralla de
fondo, esa mujer también soy yo a través del tiempo. Cambio mis dolores de
cabeza por sus dolores de espalda, mis prisas por llegar a todo, por su silla a
la puerta de casa zurciendo la ropa de su familia, mis reuniones por sus ratos
en el huerto. Y aquella vida me parece impensable, ficticia, tan alejada de mí
que me cuesta trabajo pensar que no dejo de ser un producto evolucionado de
aquel tiempo. La muralla dejó de ser un elemento de defensa para ser uno de
turismo. Una ciudad constreñida al sus límites, construida incluso con estelas
funerarias. Testigo impasible de las generaciones que se van sucediendo, de la
religiosidad casi obscena que se respira en cada rincón. Todo aquello en
aquella pintura ocre que me pone los pelos de punta y con la que conecto
mientras en la megafonía se anuncia el tren que proviene de Valladolid… bajo mi
cabeza al siglo XXI y continúo con mi vida.
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