miércoles, 29 de julio de 2015

Soy de Castilla, soy abulense.


Aparco el coche a la sombra y ando despacio hacia la estación de tren de Ávila. En esta ciudad no se puede andar deprisa, todo tiene su ritmo natural, lejos del forzado ritmo frenético de la capital del reino, a poco más de cien kilómetros de distancia física y a miles de kilómetros en mi cerebro. Hay ruido de coches, pero entre motor y motor puedo escuchar los pasos de mis sandalias sobre los adoquines de piedra en sonido regular y cadencioso. Toda ella es de granito, el asfalto en un invento moderno que ahoga el alma de esa ciudad hecha a base de rocas. Se abren las puertas automáticas de cristal cuando el detector de la puerta se percata de mi presencia. Un rasgo de modernidad dentro de un lugar en el que el tiempo pasa de otra forma sin llegar a detenerse. Un guiño al nuevo siglo en un lugar vetusto. Una sola sala de techos casi eclesiásticos y allí están, esas dos pinturas en ocre, una frente a la otra. Existen tantas iglesias que parece que el edificio de la estación se resiste con soberbia a no parecer otra. No puedo entrar en esa sala sin que mis ojos se detengan en esas paredes y disfrutarlas por lo menos durante diez segundos. El campesinado abulense. Son casi mías, porque veo a mis abuelos reflejados en ellas, y casi como en una oración me veo obligada a susurrar el nombre de los cuatro. En una de las pinturas solo hay figuras con su traje tradicional, en el  otro lado campesinos con el fondo de la muralla. Tapados de la cabeza a los pies para resguardarse del frío invernal y del sol de verano. Caras enjutas, serias, caras acostumbradas al sacrificio, al hambre, a los rigores y pruebas de la vida y de la muerte. Imágenes gigantes a las que me siento unida, efigies que son Yo hace cien años, cuando no había coches, ni puertas de cristal con detectores, ni supermercados en los que ir a comprar el último capricho que se nos pasa por la cabeza, en las que el hambre era real, y la esperanza de una vida mejor solo alcanzable con la muerte. Cien años no es nada en la historia de la Tierra, ni siquiera en la historia del hombre, pero en esas inamovibles imágenes el tiempo se multiplica. Estoy demasiado cerca y demasiado lejos de esos hombres que apoyan su mano en el hombro de su mujer y me miran impasibles a través del tiempo y de la pintura ocre. Estoy allí pintada, con la muralla de fondo, esa mujer también soy yo a través del tiempo. Cambio mis dolores de cabeza por sus dolores de espalda, mis prisas por llegar a todo, por su silla a la puerta de casa zurciendo la ropa de su familia, mis reuniones por sus ratos en el huerto. Y aquella vida me parece impensable, ficticia, tan alejada de mí que me cuesta trabajo pensar que no dejo de ser un producto evolucionado de aquel tiempo. La muralla dejó de ser un elemento de defensa para ser uno de turismo. Una ciudad constreñida al sus límites, construida incluso con estelas funerarias. Testigo impasible de las generaciones que se van sucediendo, de la religiosidad casi obscena que se respira en cada rincón. Todo aquello en aquella pintura ocre que me pone los pelos de punta y con la que conecto mientras en la megafonía se anuncia el tren que proviene de Valladolid… bajo mi cabeza al siglo XXI y continúo con mi vida.   

 

 

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