Sus manos y sus tobillos dejaron
de sentir el mordisco frío de hierro y sus pies ensangrentados se elevaron del
suelo. En sus oídos solo un nombre, Rozmer, el nombre que el Spectra Blasny
había hecho tatuar en la piel de cada humano que habitaba la tierra, en cada
plaza conquistada, en cada blasón que blandían los ejércitos de la
reencarnación del mal. La muerte de aquella reina madre había desatado la
Guerra de las guerras, y era ése y no otro el nombre que Metla susurraba en su
oído junto a palabras que no podía entender pero que curaban su piel de las
llagas de los grilletes que había arrastrado por el camino. Ada no comprendia
lo que estaba sucediendo a su alrededor cuando el mundo cayó rendido a los pies
de ella, la nueva reina.
Sintió la sangre en sus papilas
cuando mordió los labios de esa boca separada del cuerpo. Un fluido rojo,
caliente, viscoso, de olor salado, resbalaba por sus brazos mientras acunaba la
cabeza de su amor, la misma que la noche dirigía el ejército de la alianza de
hombres libres. La espada de Metla había roto la única esperanza de la especie
mimada de Bohyne, frente a la fiereza de los ejércitos del hijo del ángel
oscuro. Ni siquiera pudo gritar, su voz se fosilizó en sus cuerdas vocales y
sus lágrimas se le enquistaron en los ojos. Solo bebió la sangre de los labios
que había besado hasta el dolor en la última etapa de su vida. Todo estaba
perdido, respiraba estando muerta, nada ya podría interponerse entre la simiente
de Bozysin y la esclavitud de la doble línea de la diosa creadora. Toda la
tierra acababa de ser conquistada con aquel toque de espada que decapitó la
esperanza. Joas estaba muerto, y ni siquiera tendría el consuelo de llorar
sobre la tierra que arropaba su cuerpo. Bozysin pinchó sus restos en una pica
como trofeo a su absoluta victoria y comida de los buitres, aquella carne no
descansaría en el seno de la diosa madre.
Joas nació el día oscuro, minutos
después de que Bozysin permitiera que los rayos de sol volvieran a alimentar la
tierra. Se abrió paso por el cuerpo semicálido aún del cadáver de Esved. El
milagro de no ser arrebatado a las alas de la muerte se extendió por los
pueblos de los alrededores. Huérfano de padre y madre antes de nacer, criado
por sus abuelos, que sabían de la existencia del mal profetizado, pero que no
pudieron encontrarlo en ninguna de sus acciones. Su piel no envejecía ni se
quemaba, ninguna enfermedad sufrió su cuerpo, ningún hematoma en su superficie,
ninguna herida laceró su piel, proactivo, caritativo, con inteligencia preclara
y perfección casi insultante. El nacido después de la gran oscuridad se
convirtió en el líder de su pueblo tras casarse con la hija mayor del antiguo
rey.
Nunca fue feliz hasta que Ada se
cruzó en su camino. El rey le obligó a casarse con su hija Nátisis. Fue una
boda de estado provocada por el miedo a la pérdida del trono. El poder se alía
con el poder, un rey astuto no podía permitir tener un enemigo tan grande. Incorporarlo
a su familia era la alternativa óptima. Al principio la convivencia con la
princesa fue llevadera. Nátisis quería un heredero, una continuidad en la línea
sucesoria de la que ella era única representante, no un bastardo, sino un hijo
nacido de la legitimidad de un matrimonio. Fue dulce hasta que sucedió, el
vientre de la princesa se hinchó, portando sin saberlo también la simiente de
Bozysin, la tercera línea genética, sembrada por Joas. Ya no tenía que seguir
soportando a ese marido impuesto por su padre y sabiéndose poderosa empezó a
humillarlo en su última semana de gestación. Desde entonces la vida de Joas se
convirtió en un infierno, no podía hacer nada con aquella princesa que en
privado lo vejaba, en público lo exhibía como un trofeo y que estaba perdiendo
la perspectiva de lo que era o no correcto. Joas lloró muchas noches. Líder de
los hombres y humillado por su propia esposa, abandonó su mente a la negra
suerte que el destino le había proporcionado. Nunca volvió a yacer con ella por
miedo a que un nuevo hijo le hiciera la vida aún más insoportable, Nátisis
chilló, lloró, lo golpeó, amenazó y trató de engañarlo, pero nunca volvió a
tocarla. Pasaron los años y la maldad de su princesa iba en aumento, mientras inconsciente
de su inmortalidad, Joas soñaba con ser un campesino anónimo, sin más
responsabilidad que alimentar a su familia y el premio de volver a su casa por
la noche y ser recibido con una sonrisa por alguien que lo amara.
Ada apareció el día en el que
Joas quiso poner fin a su existencia. Ignorante de su condición de hijo del
ángel caído, ensilló su caballo y se fue al jardín entre dos ríos a terminar
con su vida. El destino quiso que Ada pasara cuando su cuello colgaba de una
gruesa soga en la rama del árbol de la creación, el mismo bajo el que el primer
hombre fue elevado a tal mientras dormía bajo su sombra. Ada, descendiente
directa de Adán, el hombre que enamoró a la diosa volviéndola mortal, partió la
cuerda haciendo caer su cuerpo al suelo. En el mismo momento en el que ésta hería
sus manos con la aspereza de la cuerda y el filo frío de su arma, creyó ver
como brotaban dos alas sucias y rotas del color del cielo plomizo de una tormenta
de otoño, durante un segundo casi pudo notar el contacto de esas plumas grises
en su mejilla mientras se desvivía por cortar con aquella cuerda que estaba volviendo azul el
rostro de ese hombre. Fue este gesto de auxilio elemental lo que unió sus vidas.
En el reino todo el mundo buscó a
Joas sin encontrarlo. Nátisis vistió de negro y araño su cara esperando así el
consuelo de las muestras de duelo que no necesitaba. Despreciaba a su marido,
pero flotaba en el gusto morboso de sentirse protagonista de una preocupación
incapaz de sentir. Tenía lo que necesitaba, el hijo que siguiera con su linaje,
no necesitaba a un advenedizo usurpador de tronos y huérfano póstumo de ambos
progenitores. Aquella humillación jamás se la perdonaría a su padre el rey.
Ella era de sangre azul y había sido entregada como una ramera a los brazos de
un plebeyo. Si Joas no aparecía, mucho mejor, si lo habían devorado las
alimañas del bosque su vida podría terminar haciendo lo que siempre había
soñado, fuera de las ataduras de unas obligaciones conyugales que odiaba. Así,
de día ejercía de reina viuda, inconsolable en su dolor, luciendo las ojeras
que las noches de lujuria con los capitanes de su guardia tatuaban debajo de
sus ojos. Tomó las riendas del reino con necedad y despotismo, con la misma arbitrariedad
caprichosa con la que decapitaba a los amantes que no satisfacían su insaciable
sexualidad. Nunca aquel reino lloró tanto la pérdida de un buen rey y la
ascensión de su antítesis en el trono. Ni los rumores de las conquistas de
Metla sacaron a Nátisis de sus desvaríos y sus excesos. Pero Joas nunca volvió
a aparecer por el castillo.
Ada llevó al rey a su cabaña en
el bosque, buscó aloe vera, sábila y manzanilla para hacer un emplasto que
aplicar al cuello de aquel hombre. Pero cuando volvió a su cabaña le encontró
partiendo leña en la puerta. Nadie podía recuperarse tan rápido, ni siquiera
con los cuidados de una experta fitoterapeuta como ella. Nadie a menos que
aquel hombre fuera Joas, la leyenda fuera cierta y las alas que vio mientras
descolgaba su cuerpo no fueran un espejismo fruto de la tensión del momento. Se
acercó a él, cayó de rodillas, humilló sus ojos y extendió sus palmas al cielo,
en señal de total sumisión. Joas se arrodilló junto a ella y escuchó una voz intensa,
profunda y sensual, absolutamente masculina que le decía. Soy yo el que tengo que estar agradecido. Entró en aquella cabaña
olvidándose de su condición de rey para vivir como un humano más.
Joas observó en la distancia como
la reina se convertía en un títere de la alianza de las diez familias, y como
el poder de los líderes terrenales iba descendiendo, mientras en las manos de
Metla y bajo su férreo yugo, la libertad de los pueblos se convertía en polvo
al viento. La esperanza del mundo libre, el hermano de sangre del Spectra
Blasny, nacido en la luz, se escondía en el bosque. Intentó vivir feliz fuera
de todo contacto con el exterior, pero hasta en lo más escondido del bosque se
sentía el descontrol que la reina Nátisis imprimía a su gobierno. Los
campesinos que no podían pagar los abusivos impuestos a los que eran sometidos,
terminaban expropiados y viviendo en el bosque de forma clandestina, huyendo
antes de ser vendidos como esclavos. La costumbre bárbara del comercio humano
se volvió a imponer en el reino. Aquella masa forestal dejó de ser un paraíso
para el espíritu torturado de Joas y tuvo que compartirlo con los que en un
pasado fueron sus súbditos y ahora sus vecinos. Su misericordia le obligó a
acoger y a ayudar todo el que entraba en su improvisado nuevo feudo. Venían en
penosas condiciones, desnutridos, sucios y desamparados. Allí volvió a brillar
su liderazgo natural, el de las tres líneas, el mismo que tenía Metla, su
hermano, nacido en el mismo parto del mismo vientre. Entre aquel grupo humano
de desterrados, perseguidos y desheredados seres, Joas, sin pretenderlo, volvió
a convertirse en el referente que ya era antes de que el miedo del rey le
convirtiera en lo que jamás pretendió, el esposo de una caprichosa y los
hombros sobre los que descansaban las decisiones de estado. Los enseñó a vivir
en el bosque, a construir cabañas, a camuflarse entre las ramas, a pelear, los
devolvió la fe en sí mismos y la dignidad de hijos de Bohyne, herederos comunes
de su línea genética. Ellos en agradecimiento por el don de la vida que creían
perdida, adoptaron el nombre de Joasther, los hijos de Joas, hijos también de
Ada, de su Ada, de su salvadora, de aquella mujer con la que compartía cada
minuto de su tiempo.
Los Joasther se hicieron
numerosos, el bosque se les quedó pequeño para acoger a tantos seguidores que
juraban lealtad hasta la muerte. Inundaron las cuevas de las montañas de los
alrededores e incluso se juntaron con los campesinos de los pueblos, los
herreros, los pastores y los comerciantes. Creció su poder en la
semiclandestinidad y Joas perdió su invisibilidad y su anonimato. Nátisis
volvió a saber de su existencia y juró que vería su cabeza encima de una
bandeja de oro, recién arrancada por el filo de su propia espada. El odio y el
rencor se apoderaron de ella. Escupió palabras contra aquella puta del diablo
que había seducido a su legítimo marido, deseaba más que nada verla sufrir en
una tortura inmisericorde, ver su cara cuando el verdugo la infligiera más allá
del dolor que un ser humano pudiera soportar. Aquel fue el principio del fin de
su reino, dejó todo el control en las manos de Metla, el brazo armado de las
diez familias, que enloquecido por la muerte de Rozmer, daba rienda suelta a su
crueldad. La reina se lanzó a la caza de su adúltero esposo y su amante como
absoluto y preferente razón de existir.
Los quería vivos, ver en sus ojos el terror del dolor extremo.
Se escondían en el bosque sagrado, el del árbol de la creación, todo el reino
lo sabía, ni aquella panda de piojosos ni lo sagrado de aquella tierra iba a
impedir que ejecutara su venganza. Aquello no iba a ser impedimento para entrar
allí y capturarlos. Eligió a sus mejores generales para la tarea, arrasaría
aquel lugar si fuera necesario, con el milenario árbol de la vida y con
cualquier otra cosa que se interpusiera entre ella y sus deseos. En un intento
desesperado por acelerar la captura, mandó prender fuego al bosque. Todo ardió,
cada matorral, cada árbol, cada brizna de hierba fue pasto de las llamas. Muchos
se esos árboles habían sido plantados y cuidados por la diosa creadora en el
tiempo en el que vivió en su cuerpo mortal junto a su amado Adán. En muchos de
ellos habitaba su espíritu, fosilizado en las raíces profundas, aquel bosque
era el acervo genético primitivo del planeta, el lugar donde Ella decidió
habitar. El humo liberó el debilitado espíritu de la diosa, que escapó por el
aire hacia el indestructible árbol de la creación. Su alma fue reconstruida, Bohyne
volvía a la vida en estado etéreo. Se impulsó fuera de la gravedad terrestre hasta
Ceres, su amado planeta, esperando hacerse fuerte, recuperar su divinidad y
volver a ser una deidad inmortal. Había estado demasiado tiempo fuera de los
asuntos de su línea genética, volvería cuando fuera el momento. Todo el reino
pudo ver como un gigantesco haz de luz blanco se perdía más allá de la atmósfera
terrestre. Nátisis sin saberlo había liberado a la diosa para los hombres.
La reina enfermó junto a todo su
ejército, todo su cuerpo se llenó de pústulas verdes que evolucionaron a
convertirse en llagas, nadie más se contagió de aquella enfermedad. Gritó de
dolor, pero ni un solo remedio pudo calmar aquella venganza de la diosa
creadora. Habían destruido su feudo y Ella ahora destruía sus cuerpos. Aquella innombrable
enfermedad hizo que perdieran todo el cabello y cada uno de los dientes, y que
cada bocanada de aire que entrara en sus pulmones fuera plomo hirviendo en sus
gargantas. Unos a otros se pedían la muerte a espada, pero no tenían fuerza
para empuñarlas. Estaban malditos, nadie les ayudó… Nátisis murió entre gritos
junto a todo su ejército y la tierra quedó en manos de Metla, mientras su
hermano Joas acaudillaba a los hombres libres. Los dos representantes de la
tercera línea genética, ignorantes de su condición de hijos de Bozysin, enfrentados
en una contienda. Luz contra oscuridad, libertad frente a esclavitud, ángeles
contra demonios, la historia la escribiría un hermano con la sangre fresca del
otro.
Joas dividió su vida. Los días
eran para sus amados Joasther, pero las noches eran para su Ada, la única razón
por la que estaba vivo. Nada podía curar más su alma que el amor incondicional
que aquella criatura le procesaba y que él respondía en cada gesto. Por Ada,
Joas dirigía la guerrilla, por Joas, Ada manejaba la espada con el más feroz de
los guerreros. La vida les concedió el más tumultuoso de los tiempos para
conocerse y amarse. Aquellos dos intensos seres, estaban llamados a cambiar la
historia, a que su paso por la tierra no quedara en una mera estancia borrada
por la brisa del tiempo. Todo resumido en una sola frase ‘’todo contigo, nada
sin ti’’. Soñaban con la tierra en paz que tendrían después de victoria sobre
el Spectra Blasny, en envejecer juntos y ver crecer a unos hijos que aún no tenían.
Ellos se retirarían a un lugar tranquilo cerca del mar y disfrutarían por fin
de aquella paz que la vida les estaba negando. Por eso su corazón se partió acunando la cabeza de su
ángel de alas rotas. Todo estaba perdido. Todo dejó de tener sentido, la voz de
Metla ungiéndola reina del orbe entraba en su cabeza como un eco. Las noches
con el dueño absoluto del destino de los hombres, pasaban por su vida en imágenes
inconexas, su cuerpo era laxo a las caricias y a los cuidados. Muerta en vida y
dueña sin percatarse de la reencarnación del mal, como antes lo fue de su
hermano. Solo recobró la consciencia cuando con la espada en la mano rasgo la
mejilla del autor de su desgracia y la cabeza del tirano rodó por el suelo en
medio de un silencio estremecedor.