Había encontrado un lugar para
vivir, después de vagar durante eones buscando un sitio adecuado en donde
extender el mal que le corroía el alma, de vengarse de sus orígenes. El prototipo
más perfecto de los dioses se había revelado contra ellos. Estaba hecho con su
esencia, su inteligencia y su poder, le habían insuflado espíritu embadurnando
su piel con sudor de dioses, llenando sus pulmones con el mismo aire que Ellos
respiraban, mutado con la genética de los Todopoderosos a través de sangre y
saliva. Hecho a la imagen y semejanza de aquellas caprichosas deidades, pero
solo su producto, era producto de la diosa. Era Bozysin, syn bohyně (*checo), Filiusdai, figlio prediletto della dea ( *latín ) el hijo de los dioses,
hijo de la diosa, de su absoluta obsesión por crear. La diosa engendraba de
forma obsesiva, materializaba sus erráticas ideas con la misma facilidad que las
destruía, creó universos de la nada y criaturas desde el cero absoluto, con la
prepotencia se ser quien era, con la soberbia de saberse una mente superior.
Todo lo creado lo pulverizaba con la
misma facilidad e inmisericordia absoluta. Pero Bozysin fue distinto, lo creó a
su imagen y semejanza cuando era muy joven. A la hora de exterminarlo solo pudo
clavar sus dientes en él hasta que la boca le supo a sangre. Fue un momento de
debilidad, el imperdonable error de mirarlo a los ojos un segundo antes, no
debería haberlo hecho pero ocurrió, hasta los dioses comenten errores y son
capaces de sentir misericordia. Desde entonces cada día intentó destruirlo, era
su deseo acabar con él, terminando a la vez con la mayor de sus debilidades.
Bozysin fue testigo de la
disociación entre la materia y la antimateria, de cada uno de los universos que
su ama y señora creaba a su arbitrariedad, con despotismo, solo para matar el
tiempo de su consabida y disfrutada inmortalidad. Observó absorto las luces de
colores que se formaban al chocar las galaxias, fascinado del encapsulado de la
antimateria, de los crujidos que se generan en el vacío más absoluto, de la
música generada por el movimiento de las estrellas. Lloró con desconsuelo cada
vez que un universo era destruido, cada vez que la diosa lo dejaba solo, cada
vez que se sentía y sabía inferior, cada vez que no se sentía amado. Bozysin
amaba a la diosa, pero la eternidad le fue volviendo duro y los desprecios
malo. La diosa sabía que iba a ocurrir. Las creaciones antojadizas de los
dioses siempre daban malos resultados. Había visto juicios a estos ángeles
caídos, hijos ilegítimos de los dioses, creaciones imperfectas de su ego. Por
eso quiso destruirlo el día que lo creó, y por eso ahora entendía como aquellos
seres terminaban por sobrevivir pese a los problemas que daban a sus autores. Todos terminaban igual, un juicio sumarísimo y
una sentencia a ser destruidos. Aquel hubiese sido el destino de Bozysin si la
diosa no hubiera desaparecido.
No era la primera vez que su
caprichosa y errática creadora desparecía una temporada, pero aquella vez las
circunstancias eran un poco distintas. Había un proyecto en marcha, la fecunda
mente de su madre tenía un universo con el que divertirse. Esta vez parecía
distinto, se había ilusionado de verdad con ese proyecto, se la veía perderse
cada día en él y regresar cada noche dejándole solo, a su libre albedrío,
teniendo la oportunidad de vagar por el mundo de los seres inmortales, de
observar sus comportamientos y escuchar sus conversaciones. Por primera vez era
libre. Aquel universo le estaba proporcionando una libertad de la que hasta
entonces no había gozado, era su oportunidad de buscar un hueco en el copado
estamento divino. Sabía que su juicio no tardaría en llegar y le apremiaba
desaparecer y tener así una oportunidad de sobrevivir. Aun así la esperó y la esperó durante océanos
de tiempo y su corazón comenzó a fosilizarse. Su amada, madre, diosa, dueña no
volvería jamás, lo había abandonado en el mundo de los eternos, imperecederos,
arbitrarios e inclementes dioses. Juró que la encontraría y que nunca dejaría
que su amor volviera a partir de su lado.
Bozysin entró en la última
creación de la diosa. Ahora entendía la fascinación que había ejercido en ella,
el cambio que la había supuesto la creación sublime que estaba contemplando. Aquel
universo era enorme, el más grande que su dueña había creado e incluso podía
ver como seguía expandiendo sus límites y encapsulando la antimateria. Si
alguno de los dioses lo encontrara lo haría contraerse sobre sí mismo, y
ninguno de los dos podría regresar. Le iba a costar mucho encontrar a su idolatrada
diosa, a su Bohyné, nombre que tan solo susurraba en voz baja cuando nadie le
oía. Ahora era un ángel caído perdido en un espacio infinito. Él fue testigo de
su génesis, pero no pudo ni siquiera vislumbrar la belleza de aquellas nubes de
gases dando lugar a galaxias de infinitas formas y espectros lumínicos. Y aquel
ángel caído buscó y buscó por los rincones del universo de su diosa, en cada
uno de los planetas que orbitaban en cada una de las estrellas, de cada una de
las galaxias, en cada nube de polvo estelar. Sin descanso, de forma obsesiva,
buscó y buscó tanto que olvidó lo que estaba haciendo hasta que llegó a una
galaxia con dos brazos, y en uno de ellos encontró una estrella de tamaño medio
en el que existía un sistema planetario distinto. El tercer planeta era un
pequeño diamante de color azul. No buscaría más, si Ella no estaba allí, en ese
planeta terminaría su infructuosa búsqueda.
Reconoció el ADN en la vida de
ese mundo en los límites de ningún sitio. Su Bohyne estaba allí, en alguna
parte, o era seguro que allí había estado. Ese planeta era digno del complejo
material genético que él también compartía, una llamada de la sangre en cada
planta, animal y bacteria. Su búsqueda
estaba a punto de concluir a un pequeño paso de que su corazón dejara de tener
ternura. Recorrió los azules mares, disfrutó de los bancos de peces, del
espectáculo de las colonias calcáreas que forman los corales, de las
marismas, de la vida abriéndose paso en
condiciones extremas, de los hielos de los polos y los tórridos desiertos, de
las selvas, las sabanas y los manglares. Escudriñó en cada ecosistema de
aquella joya azul, hasta que llegó a un jardín entre dos ríos. Le costó
reconocerla, allí estaba su diosa. Ya no era una diosa joven, cientos de
arrugas surcaban su cara. Había perdido la soberbia de los seres inmortales y
en sus gestos había una ternura y un amor que él jamás había recibido,
ofreciendo cuidados y mimos extremos hacia un ser tan arrugado como ella. Después
de tanto tiempo había encontrado a su amada convertida en otra cosa, amando a
otra cosa que no supo cómo definir, en un planeta inconspicuo en mitad de una
creación caprichosa. En aquel mismo instante su corazón terminó de
petrificarse, no podía vengarse de su propia madre, pero sí de sus
descendientes. Había encontrado el sitio en el que extender sus alas negras de
ángel caído. Buscó su hogar en el incandescente centro de aquella tierra para
estar cerca de las que serían sus víctimas. Generación tras generación sopló su
aliento maligno sobre los vástagos de las dos líneas genéticas de su odiada
ama, diosa y madre, de sus propios hermanos. Y por eso el mal existe en el
mundo, la diosa murió siendo mortal y no puede protegernos, y sólo el inmortal Bohyne campea por el mundo sembrando la
discordia. El oscuro ángel caído ganó la batalla al amor de la diosa en su
mayor y mejor creación. El regalo del libre albedrío en manos del mal terminó
siendo la perdición de lo que el amor había creado.