viernes, 28 de agosto de 2015

Génesis VII



Laska  no encontró a Bohyne, sino la maldad de Bozysin. Su amada no sobrevivió  a la mortalidad de su cuerpo libremente elegida, pero su esencia seguía impresa en aquella joya azul. Ella lo había visto, pero no había llegado a tiempo. Su caprichosa, imaginativa y voluble niña mimada se había quedado atrapada en aquel pequeño planeta. Su corazón lo intuía todo desde el principio, pero dejó que los antojos de su hermana menor se fueran fraguando en realidades.  La había observado desde el comienzo de su vida, siempre tan diferente al resto de los dioses, tan hiperactiva en sus planteamientos, siempre inventando, destruyendo, haciendo realidad sus ideas y luchando por sus proyectos. Bohyne era especial, tan distinta que parecía frágil dentro de su absoluta fortaleza, que parecía tímida dentro de su extravagancia, que parecía cruel y despiadada dentro del infinito amor que podía generar su espíritu. Laska la conocía muy bien, sabía de la realidad de su ángel caído y de sus universos, pero nunca pudo imaginar que desaparecería engullida en una de sus creaciones, herida de amor por una de sus quebradizas criaturas, entregada su inmortalidad en aras de la existencia de una nueva especie. No había llegado a tiempo. De su amada hermana solo permanecía  su sustancia, su esencia, su espectro en la atmósfera, su espíritu en cada piedra, en cada ser vivo de esa masa rocosa en medio de ningún sitio.

Cuando llegó, existían unos cuantos miles de herederos de Bohyne poblando aquella tierra. También podía oler a la estirpe de Bozysin, estaba allí, mezclando su sangre con  la de su hermana, tres líneas genéticas absolutamente distintas y con un génesis común. El ángel caído no pudo resistir la tentación de engendrar un varón en el cuerpo de una descendiente de la diosa creadora. Buscaba extender su influencia. Pasando  unos años, sus hijos serían tan numerosos como las estrellas de aquel universo en expansión. Aquella había sido la frase de la alianza de la diosa con el hombre, tu descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo, esa iba a ser también su alianza con aquella estirpe a la que odiaba e iba divertirse molestando, por pura venganza, por puro placer morboso, por pura maldad. Engendrar en una mujer lo dejó exhausto, marchitó su cuerpo, escamó su piel  y  volvió su perfecta belleza en un ser horrendo y fotofóbico. No podría volver a seducir a una hembra humana para que yacieran con él de forma voluntaria. El varón de formaba en aquel vientre era la única oportunidad que iba a tener de dejar su impronta dentro de aquella especie. Y así, los genes del ángel caído formaron un cuerpo perfecto y una inteligencia malvada dentro de un ser llamado a ser el azote de las naciones de la tierra. El verdadero primer descendiente de las tres líneas, el triángulo en el que confluían el amor, el rencor y el capricho evolutivo. El ser mortal más perverso, completo y complejo de la creación se abrió paso por el cuerpo de su madre que parió entre aullidos y sangre al primogénito del mal. Si hasta ahora influir en los sueños de los hombres había sido sencillo, corromper su material genético era un proyecto en marcha. Aquel niño se llamó Metla, y nació con la marca de su padre en su glúteo izquierdo, una diminuta cruz gamada. Alimentado con el amor de su madre y la sombra velada de su padre, creció en maldad y sabiduría, en observación y manipulación, en ira y soberbia. Y se construyó sobre ese cerebro un cuerpo perfecto, inmune a la enfermedad y resistente al dolor, con la belleza que su padre perdió al engendrarle.  

Amaneció un espectacular día de primavera. Zatra subió al refugio que tenía en la montaña. Era un hombre de mediana edad, no tenía el ímpetu de sus años mozos, pero había heredado la determinación que había impulsado a su madre a dar el zarpazo definitivo al poder de Metla. Porque había sido su madre Ada, la que había cortado el cuello del tirano, liberando de la opresión a todo su pueblo. Él era el resultado de aquella noche, el último acto que el tirano pudo realizar antes de que su cabeza y su cuerpo se separan, de que la espada cercenara su musculoso cuello. El pueblo quiso matar a Zatra cuando nació, pero su madre se impuso con el mismo coraje que demostró al enfrentarse sola al déspota, y nadie volvió a tener el arrojo de tocar al hijo de su libertadora. Con la cabeza alta tuvo que resistir el hecho de ser Zatra, hijo del odiado Metla y la amada Ada, aunando en su cuerpo lo mejor y peor de cada uno de sus progenitores, el intocable de los intocables, el nieto de Bozysin, protegido por sus escamadas alas cuando la noche se cernía sobre el mundo, y sin embargo creciendo en la bondad inculcada por  Ada. Niño solitario, adolescente solitario, adulto solitario… la soledad había sido la palabra que definía su vida. Ningún niño quiso jugar con él, ningún adolescente compartir sus secretos. Solo en su madurez había conseguido el amor de una mujer de su pueblo y que cada año paría un varón para mayor gloria del ángel caído. Sus siete hijos mayores estaban en la montaña terminando su proyecto, el más extraño de su vida, fruto de una alucinación onírica gestada en la morbosa mente de su abuelo, el dios del mal. Habían talado los árboles marcados con la cruz gamada, la misma que tuvo Metla, la misma que adornaba también la piel de sus nalgas, la de sus hijos, la misma cruz que orlaría la de todos sus descendientes. Aquellos árboles eran los elegidos para sufrir el particular holocausto de terminar como su padre, inmolados por el filo de un hacha.

El proyecto estaba a punto de terminar, su hermosa embarcación estaba casi lista, sujetada por andamios en la cúspide de la monte de la Alianza, la única en la que se podía ver la confluencia de los dos ríos en los que su antepasada la diosa creadora había vivido y que se había perdido en la memoria de los hombres. El casco de aquel barco secaba su brea al sol. Cientos de horas de trabajo se habían utilizado para que ese encargo tomara forma pese a las mofas que sufría en su pueblo. Subió a cubierta, contó 20 pasos de largo y seis de ancho. Una estructura perfecta, realizada con una eficiencia minimalista, ni un solo resquicio para la entrada de agua, la mejor madera, la mejor brea, los mejores clavos, el mejor de los velámenes. Nada se dejó al azar, aquel sueño fue tan real que le costaba distinguir que no perteneció a su vida, aquel episodio se marcó a fuego en su cabeza, un proyecto perfectamente estructurado, planificado, sin margen para el error o la actuación imaginativa. Mañana al amanecer subiría a la montaña con toda su familia acarreando los víveres que faltaban, porque mañana sería el día elegido, el día por el que había soportado burlas de sus coetáneos, no sólo de los hombres y mujeres de su pueblo, sino de todo aquel al que llegó los rumores de su extravagante creación. Amanecería la fiesta de la Vydani Metla, la fiesta de la liberación, el aniversario de la muerte de la bestia decapitada por el brazo firme de su idolatrada madre. Su pueblo preparaba la fiesta en la explanada contigua, habían subido odres de vino, mesas y bancos corridos para el banquete, se oían los golpes del martillo de los carpinteros que preparaban el atril en donde los músicos demostrarían su destreza hasta la madrugada. Aquella noche se permitiría que las parejas de jóvenes enamorados se perdieran por los rincones del bosque buscando la piel del objeto de sus deseos.

Laska recorrió el mundo creado por Bohyne,  buscando en el espíritu de la vida creada, el consuelo morboso de su pérdida. Escudriñó cada ecosistema, observó los ciclos vitales de los seres que lo poblaban, la crueldad de la muerte de unos para permitir la vida de otros, los movimientos geológicos casi imperceptibles, la deriva continental, se divirtió modificando la isostasia provocando la erupción minoica que hizo saltar por los aires media isla Santorini. Todo en ese planeta estaba en frágil equilibrio, tendría que ser más cuidadosa con sus travesuras o podría destruir la belleza que la embriagaba, la de la esencia de su hermana. Fue testigo en primera línea del magnífico y destructivo espectáculo de una erupción volcánica, de las nubes piroclásticas, la formación de islas negras con el material que escupía el núcleo de aquella roca azul. Sus ojos de diosa vieron amaneceres, sus oídos de diosa escucharon cantos de hombres y animales, su paladar de diosa probó el salitre del mar y el sabor dulce de las frutas, su nariz de diosa la frescura de las corrientes de aire, y a través de su piel disfrutó de sensaciones térmicas, de la dureza, de la suavidad… Dejó al hombre para el último lugar de sus estudios. No entendía cómo teniendo un planeta así, su hermana se había encaprichado de una criatura que no tenía mayor interés creativo, ni excesivamente fuerte, ni demasiado veloz, frágil, débil y con una psicología aparentemente inestable. Sólo el material genético de su hermana inyectado de forma tan generosa en aquellos seres tan poco interesantes, podía resolver el por qué de su rápido crecimiento sobre la faz de la tierra, su inexplicable florecimiento en un mundo mejor preparado para que otras especies tuvieran más posibilidades de triunfo. Había llegado el momento de observarlos, de racionalizar el por qué constituían el capricho de dos seres de naturaleza divina, Bohyne y Bozysin, de cómo las mismas criaturas podían despertar sentimientos antagónicos. Los tenía localizados, los observó durante meses descubriendo que el secreto de su éxito consistía en la colaboración aparentemente altruista de cada miembro. Vivían en comunidad, nacían y morían absolutamente indefensos, y muchos de ellos llevaban una vida en la que la soledad les devoraba por dentro pese a su sociedad plagada de rituales y normas. La unión de muchos pequeños gestos, de muchos pequeños inventos, de muchas pequeñas individualidades constituía la culminación de la especie. Condenados a poblar la tierra y someterla peleando entre ellos, morirían de éxito, se extinguirían por ser excesivamente eficientes, era parte de la herencia de su hermana. Descubrió la distinta forma de evolución que imperaba sobre ellos. En todo ser vivo la selección natural actuaba con crueldad aplastante sobre el individuo débil, pero en esta especie se imponía la selección grupal, era el grupo el que sobrevivía o se extinguía bajo la espada inmisericorde de pueblos vecinos, ávidos por obtener a la fuerza lo que no les pertenecía. Vio como la estirpe de Bozysin se extendía a través de su hijo Metla, vio su crueldad, su despotismo, su desmedida soberbia, y su caída a causa de la lujuria. Se prometió a sí misma que lo único que quedaba de su hermana no caería víctima del mal que se extendía y una lágrima cayó de sus ojos directamente sobre el jardín del Eden. 

La fiesta había empezado a medio día y aún continuaba cuando el sol se volvió negro muchas horas antes del ocaso. Desapareció el astro rey y los pájaros dejaron de cantar. Los hombres se miraban unos a otros desconcertados cuando un ruido les hizo mirar a todos en la misma dirección. La tierra se estaba partiendo a sus pies, a temblar como una niña a la que van a sacrificar para aplacar la caprichosa ira de un dios, mientras veían como el cielo se desplomaba encima de la Tierra. Una ingente cantidad de agua, como una catarata descomunal provocaba aquel ruido que taladraba los oídos. Zatra lo sabía, había llegado el momento que estaba esperando desde hacía años, el momento de entrar en su barca. Todo duró un escaso minuto, y se hizo el silencio más desgarrador, diez segundos para que el hijo del odiado Metla y la amada Ada pudiera gritar a su pueblo que entrara en la barca. Una enorme masa de agua avanzaba hacia ellos, derribando a su paso todo lo que encontraba, dejando todo devastado, moldeando de forma irreconocible el paisaje, extinguiendo cualquier forma de vida que se encontrara de camino. Aquella masa de agua llegó al monte de la alianza, convertida en una macabra sopa en la que se suspendían árboles centenarios, piedras, barro, animales y hombres, en la que dormían en su seno vidas cercenadas, proyectos rotos y pueblos diezmados. Zatra fue el último de su pueblo que subió al barco, que crujió con la llegada del fluido innombrable en el que se había convertido aquella única lágrima. Vibró y se movió a merced de las fuerzas que lo empujaban, pero no volcó y Zatra salvó a su pueblo como años antes hizo Ada. La triple línea genética seguiría habitando la joya azul de Bohyne, la fallecida diosa creadora, pero ahora no estaba sola a merced de su hijo, el ángel caído, sino que tenía a Laska para equilibrar el bien y el mal. Y desde ese día el planeta cuenta con el inestable equilibrio de esas fuerzas antagónicas.